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España(s) en su encrucijada (VI): LOS MARGENES DE LA ILUSIÓN 21 octubre, 2019

Posted by franciscolozano in Política, Sociedad.
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“No sempre es viu en claredats extremes.

Sovint, l’aiguabarreig dels afectes provoca

un fosc tumult, una peresa

que costa de combatre.

És bo aleshores reposar una estona

vora d’un llibre amic,

assaborint la pròpia solitud

i estimant-la si cal, mentre esperem

que el temps, prudent i astut, resolgui el plet

que ens té enfrontats amb nosaltres mateixos.”

“El plet”

Miquel Martí i Pol

Este lunes 14 de octubre (14-O) se ha conocido por fin la sentencia del Tribunal Supremo por el juicio a los doce líderes independentistas catalanes. Penas por sedición a nueve de los doce encausados, amén de condenas por desobediencia y por malversación de caudales públicos dirigidos a la organización del referéndum ilegal del 1-O de 2017. El alto tribunal no ha apreciado rebelión (delito que acarrea penas muy elevadas, de hasta 25 años) pero los entre 9 y 13 años de prisión que ha conllevado la sedición siguen siendo una pesada losa para esos políticos y sus familias. Penas insuficientes para la derecha más a la derecha del hemiciclo (Vox) e inadmisibles para los partidos y organizaciones independentistas, para quienes sólo la absolución era una opción. No ha sido así y tarde o temprano será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien acabe dictaminando sobre los más que probables recursos que se interpongan.

Creo, sin embargo, que no ha habido grandes sorpresas ni para unos ni para otros. Nadie, desde el lado humano, debería frivolizar sobre el efecto de uno, dos o tres años más o menos en los condenados ni en el resultado final del proceso. Lo relevante es que se trata de penas severas que, una vez la justicia ha hablado, deberán ser gestionadas por la política. Podría haber margen para graduar permisos penitenciarios que, de facto, suavizarían el cumplimiento de las penas. Y eso será política. Podría, aunque ahora es palabra tabú, explorarse un indulto. Y eso sería política. Pero la política no está ahora en un buen momento. Desde el eje catalán, no hay interlocución posible desde que su más alta representación institucional, la Presidencia de la Generalitat, ha conectado el modo activista y pone la celebración de un nuevo referéndum por la secesión como único punto de una agenda escrita con tinta unipersonal y unilateral. En cuanto al eje español, planean las elecciones generales del 10 de noviembre y cada palabra, cada opinión, sería munición para los rivales en una campaña acogida con hartazgo por la ciudadanía. Habrá que esperar.

Pero la digestión de esa espera no está clara desde que la política, en tiempos de la presidencia autonómica de Artur Mas, decidió dejar el control de los objetivos en manos del independentismo civil. Mas habló, allá por 2012, del mandato de la calle y, en un instante, con un sesgado toque de varita mágica, invisibilizó a más de la mitad del pueblo catalán, que también paseaba por la calle pero ajena a esos idearios. La democracia parlamentaria, debilitada como nunca, cesó de funciones a efectos prácticos y la democracia de las calles, las independentistas, tomó desde entonces el control de la agenda política. Un error, éste sí, para la historia.

Es crucial entender cómo se llegó ahí. Para ello propongo un viaje exprés a través de las Diadas celebradas en Catalunya en estos últimos y convulsos nueve años en los que, aprovechando los versos reflexivos (y por ello sabios) del poeta catalán Martí i Pol, la confluencia, la mezcla, diríase también el batiburrillo, de afectos y emociones, han provocado un ‘oscuro tumulto, una pereza que cuesta combatir’ y que dificultan una lectura del ‘momentum’ presente y bloquean nuestro futuro. La Diada se celebra cada 11 de septiembre. Es la fiesta nacional catalana, una jornada que durante el tiempo que recuerdo desde el fin de la dictadura franquista hasta 2010 fue vivida de manera mayoritariamente festiva por todos los catalanes y con un eje conductor institucional en una jornada ajena al independentismo, por entonces minoritario y que apenas participaba de los actos oficiales.

Las Diadas de 2010 y 2011 tienen como respectivos motores los recortes del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut de Autonomía de 2006, ya refrendado en Catalunya, y las amenazas desde los tribunales al modelo de inmersión lingüística en catalán, requiriendo a la Generalitat a añadir el castellano como lengua curricular. Las manifestaciones de ambas Diadas logran congregar a unas 10.000 personas. El contexto es de una crisis económica aguda e in crescendo. El entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, cabeza de la conservadora Convergència i Unió, y uno de los brazos ejecutores más disciplinados y convencidos de las políticas de austeridad, está inquieto por las reacciones de las calles, que se están generalizando a golpes de recortes en prestaciones sociales. Los cinturones asfixian y, cómo no, el enemigo está afuera (‘Espanya ens roba!’). Baile de balanzas fiscales Catalunya/España y saldos deficitarios de rebatida naturaleza técnica pero repetidas como un mantra en el imaginario independentista son el caldo de cultivo efectista y propiciatorio que nos lleva a un salto cuantitativo y cualitativo en la Diada de 2012, que reúne a 1.500.000 personas convocadas por una recién creada Asamblea Nacional Catalana (ANC), organización civil independentista. El lema es ‘Catalunya, nuevo Estado de Europa’. Artur Mas, consciente de que Europa no aceptará una secesión, intenta reconducir el proceso planteando no una revisión multilateral del sistema de financiación autonómica sino un pacto fiscal bilateral para Catalunya, inspirado en el modelo vasco, lo que es rechazado por el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy. No es tampoco el camino que pretende la ANC, en cuya hoja de ruta la secesión es la única opción aceptable. Un ingrediente fundamental, trascendental para todo el proceso posterior, sazona en abundancia esa hoja de ruta transmutada ya en relato: frente a la decadencia de un estado español corrupto, con una monarquía resucitada por el dictador, se sublima la ilusión por un nuevo estado catalán republicano que nacerá inmune a los pecados de aquél, autosuficiente y poderoso en el flanco económico, garante de un futuro mejor para sus hijos y sus jubilados. Ese enfoque ilusionante va a ser el combustible que alimentará la maquinaria de todas las sucesivas Diadas, ya inequívocamente independentistas, de enorme carga emotiva y poderosa coreografía simbológica, visual y gestual. La Diada de 2013 construye una cadena humana de 1.500.000 de personas a lo largo de 400 kilómetros. Carmen Forcadell, la presidenta de la ANC proclama que Catalunya sólo tiene la salida de un estado propio y exige una consulta popular sin más dilación. Otras 1.800.000 personas marchan por Barcelona durante la Diada de 2014 construyendo una V gigante, la V de ‘Victoria’ y de ‘Voto’, con la vista puesta en la consulta popular del 9-N que Mas finalmente convoca con la presión de ANC y Òmnium Cultural (la otra gran asociación civil independentista). En 2015, el lema “Via Lliure” marca una Diada de 1.400.000 personas. Ahí ya ha desaparecido la diferencia eufemística entre ‘derecho a decidir’ e ‘independencia’. Quim Torra, a la sazón presidente de Òmnium, afirma que “lo que es normal es tener un Estado propio y lo que es extraño es vivir en un Estado impropio”. Jordi Sánchez, presidente de la ANC señala que el nuevo país debe ser “libre de corruptos y corruptores”. Mas, bajo presión, acaba por ceder la presidencia de la Generalitat a Carles Puigdemont en enero de 2016, quien pone rumbo a Ítaca. La Diada se descentraliza en 2016 en las principales plazas catalanas (en Barcelona, 540.000 personas) con el lema “A Punt”, reclamando un referéndum pactado a la escocesa o unilateral sobre la independencia. La determinación y las prisas acaban dándose las manos en 2017, un año para la historia. Un millón de personas siguen con entusiasmo una Diada en la que, entre otros lemas, se grita “votaremos, quieran o no quieran”, en alusión al referéndum no pactado convocado para el inmediato 1º de octubre. Jordi Cuixart, de Òmnium, sentencia que “el pueblo catalán ya se ha autodeterminado” y, por ello, “no reconoce los tribunales españoles”. Por su parte, Jordi Sánchez, de la ANC, avisa de que los catalanes ya no aceptamos las resoluciones judiciales españolas. Apenas unos días antes, el 6 y 7 de septiembre, el Parlament de Catalunya, en sesiones de alto voltaje, ha aprobado, respectivamente, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad y Fundacional de la república catalana, ambas inconstitucionales en forma y fondo. Del impacto emocional del 1-0 para sus participantes en aquel acto de desobediencia y de la catastrófica gestión policial del gobierno Rajoy (la guinda del pastel de su incomprensible autismo político previo), sobrepasado y manifiestamente incompetente, se llegó a la declaración unilateral de independencia el 27 de octubre y el fin de los tiempos de la política, por torpe que ésta fuera. Lo judicial, con Puigdemont huido a Bélgica y los doce presos preventivos en espera de la sentencia que finalmente ha llegado este 14 de octubre de 2019, impregna y condiciona las Diadas de 2018 y 2019 (con afluencias de alrededor de medio millón de personas) y todo lo que ha ocurrido a partir de entonces.

En los márgenes de los caminos elegidos para este acelerado viaje de apenas diez años han quedado olvidadas las cuitas económicas y los escasos amagos argumentales que ya nadie cita, y también la catalanidad inclusiva a la que todos nos habíamos abonado sin distinción de ideas ni orígenes y la capacidad de hablar de todo en familia y con amigos, sin incomodidad ni recelos. Eso ya no es así. La ilusión que cebó el motor del ideario secesionista no es una energía eternamente sostenible y se ha ido erosionando con las promesas incumplibles y las astucias tácticas desplegadas por los estrategas de una hoja de ruta que pretendía apuntar hacia un nuevo Estado pero que, en su lugar, ha conducido a un intrincado laberinto de contradicciones y de desengaños. Los políticos no dudaron en escenificar una proclamación solemne que sólo ellos sabían que no era efectiva pero que convenció a un colectivo ilusionado y entregado a la causa. De la ilusión a la impaciencia y de la impaciencia a la frustración hay muy poco trecho. Para una parte importante del independentismo no hay ya margen de espera. Las actitudes pacíficas han sido sus señas de identidad. Pero la frustración acumulada genera inevitablemente, como en las reacciones químicas, radicales libres cuyas intenciones y capacidad de propagación son difíciles aún de valorar. Ángeles negros, hijos de la cólera y de la violencia gratuita, han emergido desde el día en que se conoció la sentencia y sobrevuelan Barcelona, la que una vez fuera ciudad de los prodigios.

Llegado es el ‘momentum’ largo tiempo anunciado por los brazos civiles del secesionismo aunque entre ellos no haya una lectura única de lo que esto significa. Hay quienes ya empiezan a pedir pragmatismo y paciencia, pero el activismo más hiperventilado no admite dilaciones. En una entrevista al Periódico de Catalunya este 9 de octubre, quien fuera en 2017 conseller autonómico de sanidad, Toni Comín (también en Bruselas, con Puigdemont) señala que el camino hacia la independencia pasa ahora por ahogar económicamente al Estado español parando la locomotora económica catalana: “ Si un millón de personas se levantan un día y no quieren ir a trabajar, el Estado no puede obligarlos”. A la pregunta del periodista sobre la posible pérdida del puesto de trabajo Comín contrapone que “la pregunta -injusta y desagradable, pero inevitable- es qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra libertad”. Basta meditar un poco sobre el fondo argumental de estas palabras y el estropicio dialéctico que las adorna para constatar la enorme complejidad que entrañará la restitución de una mínima base serena para la acción política. Las calles, divididas como nunca, no sirven a tal propósito.

Cuatro años, cuatro elecciones generales. Y Catalunya en el centro de todas ellas. Las España(s) llevan demasiado tiempo revolviéndose contra sí mismas. Dicen conocerse muy bien pero, desde mi punto de vista, demuestran una crónica ignorancia de la realidad del otro. Sus márgenes están devorando las calzadas por las que la energía para afrontar las viejas y las nuevas incertidumbres, y también las nuevas oportunidades, debe circular. No está siendo así. Decían los versos de Martí i Pol que cuando la disputa se enquista hay que ‘esperar que el tiempo, prudente y astuto, resuelva el pleito que nos tiene enfrentados con nosotros mismos’. Llegado es este tiempo, con una sensación de parálisis, de interinidad prorrogable hasta que emerjan o muten estilos de liderazgo que no sólo aporten proyectos realizables, y la ilusión y determinación para cumplirlos, sino, además y sobre todo, generosidad y empatía, dos materiales imprescindibles para empezar a reconstruir la confianza mutua e hilvanar futuras complicidades, dos aptitudes desaparecidas e infravaloradas en el imaginario de una sociedad sitiada por unos marcos mentales que han acabado creando sus propios enemigos invisibles.

Francisco J. Lozano

Catalunya en su depresión 17 octubre, 2019

Posted by franciscolozano in Política.
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Hoy, 17 de octubre, Barcelona se ha despertado entre perpleja y consternada. Como en otros puntos de la geografía catalana, un torrente de emociones difícilmente canalizable se ha desbordado en su cuarta jornada de protestas contra la sentencia, tan firme como severa, a nueve de sus doce políticos independentistas juzgados por los hechos del otoño de 2017, a saber, la celebración de un referéndum no pactado por la autodeterminación y la posterior declaración unilateral de independencia bajo la forma de una república. La Barcelona en donde se vivieron los momentos más impactantes de aquellos días ha amanecido con olor al humo de los más de cuatrocientos contenedores y algunos coches incendiados, y con un paisaje de barricadas esparcidas y mobiliario urbano destrozado por grupos radicalizados tras las movilizaciones convocadas mayormente por los llamados Comités para la Defensa de la República (CDR). Todo el mundo conoce episodios más graves de lucha callejera en otras ciudades del mundo pero para alguien que haya vivido o trabajado en la Barcelona de Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán o Pascual Maragall, las imágenes del fuego recortando el negro de la noche barcelonesa son chocantes hasta el extremo y desgarran en lo más íntimo.

Desde la comunicación de la sentencia los actos de protesta han ido ganando en intensidad y evidencian notable organización. Una infraestructura estratégica como el aeropuerto internacional del Prat fue casi colapsada el mismo lunes a la llamada del autodenominado Tsunami Democràtic, una organización sin rostro y con gran capacidad de convocatoria; la estación de Sants, nudo crítico de conexión por tren, está permanentemente en el punto de mira. Carreteras cortadas por el territorio, tensión en aumento. Mientras trozos de asfalto se derriten por el calor del fuego de los vándalos, columnas a pie nutridas del independentismo proveniente de varios puntos del territorio avanzan pacíficamente hacia Barcelona, en donde convergerán este viernes. El movimiento independentista, inequívocamente pacífico en su ADN primigenio, aún mayoritario, exterioriza inevitablemente los efectos del paso del tiempo en la destilación de las emociones que lo alimentan y de las altas expectativas simuladas en aquel convulso octubre de 2017. También revela las sensibles discrepancias y contradicciones entre sus líderes políticos. En tanto unos (Esquerra Republicana de Catalunya) consideran necesario ampliar la base social del independentismo tras asumir la evidencia de que no cuentan con una mayoría de la sociedad catalana, otros (la centroderecha de Junts per Catalunya, liderados desde Bruselas por el anterior presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, a cuyo dictado opera formalmente  el actual presidente, Quim Torra) apuestan por una estrategia de confrontación directa y de desgaste del Estado. Con un tono propio de la arenga activista, e indolente ante sus consecuencias, el presidente Torra no deja de animar a la protesta civil al grito de ‘¡apretad, apretad!’ mientras, simultáneamente, su conseller de interior coordina la policía autonómica que debe hacer frente a las algaradas que se produzcan. Una situación esquizofrénica pero entendible desde la lógica del ‘cuanto peor, mejor’.

La montaña rusa emocional en la que la sociedad catalana navega, entre la ilusión y la depresión, amenaza con agravar una fractura en la convivencia que cada vez es más real que virtual. Atención con los próximos pasos. El Estado español cuenta ahora con un gobierno socialista que intentará gestionar este pulso con unas maneras diferentes a las del anterior gobierno del PP. Pero los márgenes son estrechos y la sombra del combate por las elecciones generales del 10-N es alargada. Demasiados errores acumulados en ambos lados del conflicto, demasiada incomprensión mutua. Para coser tamaños descosidos hará falta mesura y paciencia y, sobre todo, hilos más sólidos que los que simplemente sirven para zurcir banderas. Mientras tanto, una nueva noche cae sobre la ciudad que otrora, en un verano del 92, encandiló al mundo con el pequeño fuego de una flecha cargada de concordia.

** Publicado el 17 de octubre de 2019 en la edición digital de la revista chilena El Periodista.