jump to navigation

España(s) en su encrucijada (VII): LA DESOLACIÓN DEL VIRUS 28 May, 2020

Posted by franciscolozano in Política, Sociedad.
add a comment

Terrenos baldíos

Una pandemia largamente anticipada por la comunidad científica especializada, aunque con escasa receptividad política y mediática cuando hubiera podido ser eficaz, ha barrido nuestro planeta en pocos meses, alterando nuestro modo de vida con una profundidad y duración todavía por evaluar. A cada uno de nosotros, individual y colectivamente, nos ha sorprendido en mitad de nuestra cotidianidad y nos ha asustado en mayor o menor grado en función de la cercanía del impacto de ese virus en nuestro círculo de afectos o en nuestro rango de necesidades. Del escepticismo al miedo, de la inacción a la acción, del ninguneo a la perplejidad, la velocidad del cambio en las actitudes de las personas y de las naciones ha sido poco homogénea pero el peso de los acontecimientos lo ha hecho inevitable, sin excepción.

¿Qué estábamos haciendo el día en que ese virus microscópico irrumpió en nuestra agenda vital? Estoy seguro de que no nos resultará difícil responder a esta pregunta, ni ahora ni dentro de unos años, porque el evento que estamos viviendo es de esos que pueden marcar a toda una generación. Otra cosa es describir cómo nos encontró, desde un punto de vista anímico, existencial. La respuesta a esa cuestión es mucho más compleja porque entra en el ámbito de lo subjetivo, si hablamos de personas, y del juicio político o sociológico, si hablamos de colectivos o naciones. En este último terreno, siempre espinoso, el Covid-19 encontró un paisaje abonado para avanzar plácidamente. China y Estados Unidos seguían a la greña comercial y tecnológica en su lucha por la hegemonía mundial, los rusos, tras su sueño imperial y la recuperación de su espacio vital, los europeos, buscando cómo salvar su Unión tras la partida de los británicos, y estos negociando cómo fortificar su isla con las toneladas de libras esterlinas que prometieron recuperar a esa exigua mitad de los suyos a los que convencieron para romper con el club europeísta. Podríamos seguir este recorrido pre-pandemia por las tensiones sociales y políticas en América Latina, en fase de ebullición, y por el polvorín siempre a punto de explotar en cualquier rincón de Oriente Medio, etc, etc.

¿Y a los habitantes de las Españas? ¿Cómo nos encontró el virus mientras se iba expandiendo sin ruido y sin freno por nuestras ciudades en las semanas previas a la declaración del estado de alarma por parte del presidente socialista Pedro Sánchez, el 14 de marzo de 2020? Pues nos encontró crispados, intensamente crispados. Hacía apenas dos meses que se había conformado un gobierno de coalición entre el socialismo moderado del PSOE, renacido a duras penas de sus fragilidades internas e históricamente ligado a la gobernabilidad del país, y el izquierdismo combativo y más ideologizado de Unidos Podemos, un partido con pocos años de vuelo surgido de las acampadas callejeras de los indignados tras los ajustes de la crisis del 2008. Este ensayo de gobierno de las dos principales izquierdas, que fue posible tras la defenestración del poder (mediante una trabajada moción de censura que contó con el apoyo condicionado de los nacionalismos vasco y catalán) de un Partido Popular lastrado por el estigma de la corrupción, se puso en marcha el 13 de enero de 2020 y el estado de alarma se decretó cincuenta y dos días después, a mitad de los cien días de gracia que se suele conceder a cualquier nuevo gobernante. En ese breve espacio de tiempo la crisis territorial parecía haber iniciado una tímida desinflamación, con el ensayo de una etapa nueva, que se dio en llamar ‘de diálogo’, entre el Gobierno central y los partidos independentistas catalanes. Se intuía un camino complejo pero imprescindible porque, en paralelo y como aviso para navegantes, el país había experimentado un aumento del nivel de radiación de los postulados más rentables de la derecha extrema (la amenaza externa de la inmigración y la amenaza interna del secesionismo) cuyo fruto fue la entrada contundente de VOX en las instituciones.

La crispación que no cesa

Así nos encontró el Covid-19. Con un arco político tensado entre una derecha con querencia a arrastrarse hacia sus márgenes, a la mayor gloria de una patria monolítica, y un gobierno de izquierdas surgido de una visión completamente opuesta de las Españas, que, apoyándose en un precario apoyo parlamentario, tenía por delante el reto de cuadrar un círculo vicioso que llevaba años retroalimentándose. Así nos encontró, altamente crispados y distraídos de cualquier otra tarea que no fuera desgastarnos entre nosotros. Cierto es que también nos hubiera encontrado así en no importa qué día y hora de esta última década, marcada con intensidad por las heridas sociales de la gran crisis económica e institucional surgida del 2008. La crispación ha sido la tónica dominante en todos estos años, traducida en una incapacidad absoluta para ponernos de acuerdo en un mínimo común denominador a partir del cual empezar a construir algo que nos haga avanzar unidos para afrontar los retos monumentales que nos esperan sin lanzarnos la historia a la cabeza.

Quienes albergaran la esperanza en que la pandemia, con su indudable carga disruptiva capaz de someter nuestra realidad en un abrir y cerrar de ojos, pudiera también servir de catalizador de una comunión temporal entre fuerzas políticas y sociales que durase mientras esta amenaza superior no fuera superada, no habrán podido evitar sentir una gran decepción conforme los plenos parlamentarios se cargaban de acritud, nuestros líderes escenificaban sus antipatías personales sin pudor y los opinadores mediáticos azuzaban los ánimos de sus consumidores de opinión habituales, en un endemoniado círculo de afinidades electivas en las que, quien más quien menos, todos solemos caer. Así lo he vivido yo también al comprobar, día tras día de férreo confinamiento, cuán sólidos son los marcos mentales que han alimentado esta crispación y cómo, ni siquiera en los momentos de mayor dolor por las pérdidas de vidas humanas, se ha atisbado un indicio de empatía efectiva (acuerdos desde la generosidad) y afectiva (ayuda sincera y sin tacticismos especulativos) entre, al menos, el principal grupo de la oposición y el Gobierno, o entre territorios con intereses contrapuestos, actitud sin la cual ningún otro asunto podrá abordarse con posibilidades de éxito.

Cuando el presidente Sánchez se dirigió, con aire entre solemne y compungido, al conjunto de las Españas para revelarles que estábamos a punto de entrar en un túnel oscuro por un tiempo incierto y comunicarles su intención de aplicar el estado de alarma, confinar a toda la población e integrar la gestión sanitaria de la pandemia y el control de todas las fuerzas de seguridad del Estado bajo los mandos de los respectivos ministros de Sanidad e Interior, buena parte de las Españas cobijadas bajo sensibilidades heterogéneas en sus ropajes autonómicos (ya fueran ideológicos o identitarios) sintieron crujir sus costuras. Asumiendo la gravedad de los informes técnicos y científicos que se supone que habría recibido en esos días, el presidente estaba emitiendo un doble mensaje de unidad: a la ciudadanía, unidad de sacrificio y disciplina para, a la manera del ‘sangre, sudor y lágrimas’ de Churchill, superar juntos, jóvenes, adultos y ancianos, todos solidariamente, una amenaza de la que lo peor estaba por venir; a la clase política, unidad de acción frente a un virus que no conoce fronteras. Tras más de dos meses de reclusión y fuerte restricción de movimientos en todo el territorio nacional, sin excepciones, es un hecho que la ciudadanía, en parte por un cierto sentido del pudor y del deber ante la labor abnegada y extraordinaria de todos los trabajadores de la salud, y en parte por puro y humano miedo, estuvo en general a la altura de lo que se le pidió. Pero la clase política española quedó lejos de ser un ejemplo edificante de unidad frente a la adversidad, una carencia de la que, por cierto, ni la política europea ni la mundial han salido tampoco bien paradas.

Cuando nadie sabe nada

Pero, ¿cuál es la mejor manera de luchar contra una amenaza invisible que se cuela por todos los resquicios de nuestras rutinas aprovechando eficazmente cualquier oportunidad que se le ofrece? Quizá no haya ‘una mejor manera’ sino varias maneras posibles, con sus pros y sus contras. Si algo se ha podido comprobar en estos pocos meses de evolución de la pandemia es que ha habido tanta recetas como países. Recetas que muchas veces se han tenido que ir modificando sobre la marcha conforme se iba aprendiendo un poco más de la naturaleza del virus. Sólo el tiempo y un análisis riguroso y sosegado, de carácter supranacional, podrán aportar pistas más sólidas sobre qué estrategias han funcionado mejor, cómo y por qué. Más nos vale aprender para la próxima pandemia y contar con el manual de instrucciones del que hemos carecido para la presente. En todos los países y por parte de todos los gobernantes a los que les ha tocado lidiar con esta crisis sanitaria los errores han sido múltiples y convendrá conocerlos para evitar repetirlos. También en las Españas. Algunos de los errores que se analicen serán imputables a un conocimiento insuficiente por parte de la comunidad científica mundial del enemigo al que nos enfrentábamos y se han ido enmendando sobre la marcha. Otros errores podrán, sin duda, ser atribuibles a una gestión apresurada, torpe o las dos cosas a la vez, sometida a la implacable presión del daño inmediato. Por último, es probable que se hayan cometido algunos errores importantes que puedan ser enjuiciables. Me refiero a las circunstancias en que se han producido miles de fallecimientos en residencias de la tercera edad a lo largo y ancho del país, representando, hasta el día de hoy, 19.000 de los más de 27.000 muertos por Covid-19. No hay palabras para describir esta tragedia en un colectivo indefenso no sólo ante el virus sino, mucho peor, ante un silencio clamoroso de las administraciones que, por competencias o por cercanía, más debieran conocer su situación previa y sus carencias. Negligencia, abandono o recursos sanitarios raquíticos para esas instituciones son términos que habrá que acotar con rigor sin demora. Es un ejercicio inaplazable, no sólo en España sino también en el resto de países europeos en donde han ocurrido situaciones parecidas, si queremos seguir siendo dignos de considerarnos garantes de un estado del bienestar para el que el cuidado a nuestros mayores es, en mi opinión, la clave de bóveda sobre la que todo lo demás puede tener sentido. De todos, este flanco de errores es el que tendría que someterse a un juicio exhaustivo para que la vergüenza no nos impida seguir mirándonos en el espejo de nuestro futuro como sociedad.

Ahora, con el rastro de dolor alcanzando las mesas de los responsables públicos, nadie niega que cuanto antes se hubieran tomado las medidas de contención, menores hubieran sido los daños. En los próximos meses se abrirá la temporada de caza mayor de los responsables del retraso, que siempre serán los otros. Los cómodos profetas del pasado se lanzarán (ya lo están haciendo) a un ejercicio que será crispante como pocos y que requiere de una elevada dosis de cinismo e hipocresía porque, mal que les pese, a todos los niveles de decisión política y a todos los actores con influencia directa en la política se les podría suspender el examen de previsión, a nivel mundial, a nivel europeo y, cómo no, a nivel nacional. No cuesta mucho recordar que, pese a que el 30 de enero la OMS ya declaraba el brote de coronavirus en China como una emergencia sanitaria internacional, tras la muerte de más de 200 personas en aquel país, la cancelación por coronavirus del Mobile World Congress de Barcelona, decidida por los responsables de ese evento el 12 de febrero, fue recibida con un sonoro lamento por parte de todas las Administraciones españolas, local, autonómica y central, que insistían en que no había razón sanitaria alguna que lo justificase. Más aún, ¡se estaba inoculando un miedo innecesario en la población!… Ese mismo día 12, en China llevaban reconocidos más de 1.100 muertos por Covid-19. ¡Qué lejos quedaba China! Y hay más piedras en el camino de los despropósitos compartidos. El 29 de febrero, el llamado Consell per la República Catalana, con sede en la residencia belga del líder independentista Carles Puigdemont, celebraba en Perpiñán un mitin multitudinario con más de 100.000 independentistas catalanes desplazados desde Catalunya a esta localidad francesa situada a unos 40 km de la frontera con España. En Italia, ese mismo día llevaban registrados 29 fallecidos. ¡Qué lejos quedaba Italia! Una semana más tarde, en un denso y electrizante domingo 8 de marzo, Vox daba un mitin en un pabellón deportivo en Madrid, al que acudieron unas 9.000 personas, decenas de miles de personas se manifestaban en las principales ciudades españolas en el Día Internacional de la Mujer y la Liga española de fútbol completaba despreocupadamente sus tres días de partidos de la jornada 27, con los estadios repletos de aficionados. En Italia, ese mismo día llevaban acumulados 366 fallecidos y en España ya se habían registrado 17. ¡Qué lejos quedaba el sentido común! Como evidencia de la velocidad de propagación de los efectos letales del nuevo coronavirus, el ya histórico 14 de marzo en que el presidente del Gobierno español decidió decretar el estado de alarma el número de fallecidos en Italia ascendía a 1.441. Aquel mismo día en España murieron por esa enfermedad 152 personas y, sin margen para asimilar lo que estaba pasando, con las facturas todavía por archivar de los consumos del fin de semana anterior en restaurantes, terrazas o espectáculos, el país iniciaba el terrorífico ascenso a nuestro monte Calvario en forma de fatídica curva de pérdidas a un ritmo promedio de casi 500 fallecidos por día hasta alcanzar, el 31 de marzo, el pico de muertes, con 930.

Ejercicios de reanimación

Aplanar esa maldita curva para evitar el colapso del sistema de salud español, dotado de buenos procedimientos y de mejores profesionales, pero con medios materiales que se han evidenciado insuficientes tras los recortes de la llamada política ‘austericida’ propiciada por la anterior crisis, fue el mantra adosado a las órdenes de confinamiento general. Y los expertos nos dicen que ese objetivo prioritario ya se ha logrado, con registros diarios a la baja (menos de 50 muertos en promedio en los últimos partes diarios) pero con un balance acumulado de pérdidas estremecedor pese a que esté costando tanto encontrar una manera homogénea de contaje. Estados Unidos registra más de 97.000, el Reino Unido cerca de 37.000, Italia se acerca a los 33.000, Francia supera los 28.000,… Cifras, cifras, cifras. Frías estadísticas que computan y compiten en un macabro ranking en el que todos los países suben o bajan posiciones como si de ello se derivara un motivo para la vergüenza o el prestigio cuando, en mi opinión, lo ocurrido sólo puede ser enjuiciado como un terrible fracaso de la gobernanza mundial, incapaz de pilotar con una visión global una amenaza que cabalgaba a lomos de una lógica cien por cien globalizadora.

Cuando pienso en las personas fallecidas en mi país, que se funden para siempre en la silenciosa hermandad de un balance mundial de pérdidas que ya se acerca al nivel de las 350.000, cuando pienso en algunas de esas personas, cercanas a mí, con nombres y apellidos, con vivencias de las que en algún momento yo mismo formé parte, me resulta hiriente la sensación de que sus historias repentinamente truncadas queden rápidamente diluidas en el magma hirviente de la impiedad política que se ha enseñoreado de los paisajes de las Españas desde hace décadas, que manoseará esas cifras tanto como pueda mientras les sean útiles a los fines partidistas del desgaste mutuo y que cuando deje de hacerlo pasará a batirse con las cifras de los vivos damnificados por las decisiones del confinamiento, esas otras estadísticas de la pandemia, compuestas de desempleados, negocios desmantelados o créditos impagados. Así, la temporada de caza mayor a la que antes me refería y que está a punto de estrenarse rastreará responsabilidades, que, de nuevo, siempre serán de los otros. La búsqueda de culpables locales ante una pandemia global de esta naturaleza me parece un ejercicio irrelevante frente a la magnitud de la tarea que queda por hacer, una tarea de reanimación de un tejido económico que ha sufrido una brusca caída del nivel de oxígeno tanto en la oferta de bienes y de servicios como en su demanda, un cortocircuito provocado por razones ajenas a las de la salud previa del propio sistema económico. Es esencial, desde mi punto de vista, retener este aspecto del problema. A diferencia de la anterior crisis económica y financiera, en la que el motor económico tenía serios defectos estructurales y el combustible (la financiación) estaba adulterado por activos tóxicos no bien valorados, ahora, tanto el motor (las infraestructuras productivas) como los circuitos financieros que le proporcionaban combustible estaban bastante mejor dimensionados y habían pasado sucesivas pruebas de estrés. La hipoxia de las economías de los países más afectados requeriría ‘simplemente’ de una aportación masiva de oxígeno (fondos públicos, cash) sin contraprestaciones. El propio sistema, una vez se reanimara, volvería a generar recursos propios (la actividad aporta riqueza y recaudación) porque lo esencial, la confianza de quienes producen y de quienes consumen, no se resentiría. Se habla mucho de reconstrucción pero preferiría ser menos ambicioso en las medidas y me conformaría en el inmediato futuro con la reanimación de la respiración, de la misma forma en que ha sido con respiradores como se han podido salvar muchas vidas en las unidades de cuidados intensivos. Una lectura tal vez demasiado simplificada del problema, lo admito, pero no creo que se aleje de lo correcto salvo en un detalle: intentar una cobertura ilimitada de los agujeros temporales de las finanzas públicas nacionales requiere, cuando menos en la Unión Europea, de una comprensión solidaria del problema que, lamentablemente, algunos países del norte, socios de este club en crisis, no parecen compartir. Europa se la está jugando en estos días y lo sabe.

Viejos paisajes para una ‘nueva normalidad’

Mientras que la salud y la economía se están convirtiendo, de facto, en la nueva disquisición salomónica que alimenta el debate entre grupos de interés una vez se ha empezado a descender la colina de la curva de contagios y de pérdidas humanas y, ni que decir tiene, mientras esperamos el remedio que sólo la ciencia podrá proporcionarnos, lanzo una última mirada al paisaje que queda en este trozo del mapa de la vieja Europa que he dado en llamar las ‘Españas’. El colectivo sanitario sigue en su lucha contra el virus, exhausto tras el largo esfuerzo sostenido, sin tener claro si la heroicidad pasajera con que se les ha investido socialmente vaya a servir para que esa misma sociedad no vuelva a abandonarles en sus reivindicaciones de mejoras en sus salarios y en los medios con los que enfrentarán la próxima ola vírica, sea cual sea y llegue cuando llegue. Una mayoría de la ciudadanía anda entretenida en aprenderse el intrincado manual del desconfinamiento, un mosaico romano compuesto de fracciones de tiempo (en forma de fases y franjas de edad) y de pedazos de espacio (en forma de provincias, áreas sanitarias o ciudades) con las que los expertos intentan graduar nuestra vuelta a una supuesta ‘nueva normalidad’. Una minoría de ciudadanos, sin embargo, espoleados por la campaña de acoso y derribo que la extrema derecha ha desplegado contra el gobierno central, con el silencio tacticista cuando no la connivencia vergonzante de la ‘otra’ derecha, ha ocupado los espacios públicos de los barrios más acomodados de la capital del país y de otras ciudades, en el uso legítimo de la protesta, cierto, pero con el ilegítimo e irracional incumplimiento de las normas sanitarias que a todos obligan para protegernos del virus. Podría parecer que las banderas de las que, una vez más, se han apropiado y con las que se envuelven ufanos les proporcionan una inmunidad de la que el resto de una ciudadanía responsable carece.

Sanitarios, barrenderos, mensajeros, cuidadores, agentes del orden, maestros y profesores formando a sus alumnos en la distancia, vendedores de productos básicos, investigadores en sus laboratorios y ciudadanos en sus hogares, todos, cada uno esencial en su parcela de responsabilidad, han doblegado la curva del virus. Juntos. Así, y sólo así, se han sometido ocasionalmente curvas de nuestra historia mucho más críticas. Pero en el paisaje de las Españas de estas dos últimas décadas hay curvas demasiado pronunciadas en las que, una y otra vez, se estrella cualquier tímido intento de trabajar unidos en la regeneración de un espacio común. Quienes son responsables del trazado de esas curvas y más debieran luchar por doblegarlas no son otros que nuestros políticos. Pero por eso mismo es mejor no crearse falsas expectativas. Los agrios debates parlamentarios han sido la tónica dominante sin apenas destellos de colaboración. Y van a más. La habilidad del gobierno para generar complicidades ha sido escasa mientras que el tono descarnado de las críticas de la oposición ha menguado su utilidad pública por no decir que se ha auto inhabilitado para ese papel. La tentación de apropiarse del dolor común bajo insinuaciones poco sutiles de que ‘con nosotros habrían habido menos muertos’ ha alcanzado, en un momento u otro de los peores días de la crisis sanitaria, a algunos políticos opositores y líderes territoriales. No ha habido tregua. El virus nos encontró crispados y nos deja mucho más crispados. Curiosamente, la escalada de tensiones que visualizamos entre nuestros representante públicos está discurriendo paralela a la desescalada del nivel de confinamiento de la población. Las Españas necesitan reconsiderar la dinámica de polarización en la que persisten incansablemente desde hace décadas. En nuestra clase política han ido conquistando protagonismo demasiados profesionales de la crispación y del regateo tuitero y sus comportamientos de cara a la galería son tan vehementes y exhiben tan poca empatía con el contrario que están llegando a crear un universo paralelo al de la calle, con mucha más tensión que la que existe fuera. Atención con que no se provoque, en un próximo otoño caliente, que ambos universos se mimeticen y generen una fusión espontánea de cólera. Hace falta en las filas de los partidos quitar el altavoz a quienes sólo lo emplean para lanzar insultos y descalificaciones y dárselo a voces más serenas y sensatas que reduzcan decibelios e inviten a una concordia desacomplejada entre todos. Pero mucho me temo que será más fácil encontrar una vacuna contra el Covid-19 que una vacuna contra la discordia.

Ahora que la última cama libre del hospital ya no supone un dilema, ahora que los aplausos a los servidores públicos han dejado de sonar en nuestras calles tras un pacto no escrito de pasar página a ese ritual que marcó las horas de tantos crepúsculos vespertinos, ahora que las nuevas cifras de muertos ya no parecen dolernos colectivamente porque su reducido número las relega a los salones privados del duelo familiar (pero al privilegio de poder ser despedidos en compañía de los suyos, algo de lo que carecieron la inmensa mayoría de muertos que les precedieron), ahora que todos los españoles hemos completado un master intensivo de epidemiología del que perdurarán tal vez unos pocos conceptos como ‘confinamiento’, ‘desescalada’, ‘distancia social’ o ‘inmunidad de rebaño’, ahora, setenta y cinco días después de la declaración del estado de alarma, regresaremos poco a poco a las calles con renovados hábitos higiénicos y con la incógnita de saber cuánto tiempo perdurará la solidaridad grupal que emana del uso personal de las mascarillas. Pero, en lo que respecta al sueño tan necesario como cándido de que los liderazgos políticos sean capaces, en estos tiempos excepcionales, de confabularse para reconstruir entre todos nuestro futuro colectivo, me temo que el virus ha dejado un paisaje desolador.

Francisco J. Lozano

** Publicado el 28 de mayo de 2020 en la edición digital de la revista chilena El Periodista.

Desde la soledad 20 May, 2020

Posted by franciscolozano in Sociedad.
add a comment

Desde que nuestra sociedad se haya sometida al miedo a los efectos de un nuevo virus que en poco tiempo ha sido capaz de alterar nuestro modo de vida, podría parecernos que lo que determina la experiencia personal de esta vivencia, por encima de otros factores, incluso el económico, sería la manera en que soportamos el confinamiento domiciliario impuesto para frenar la propagación exponencial de la pandemia.

Para muchos, esta repentina ‘bunkerización’ de la vida, sea en compañía de su núcleo familiar o individualmente, es una situación inédita que obliga a adaptar rutinas, a aprender a gestionar la falta de contacto físico cotidiano o a convivir con sus familiares o compañeros de burbuja de una manera muy diferente, en donde intensidad y agobio pueden solaparse con facilidad, y, en ambos casos, a reemplazar las formas clásicas de socialización por otras basadas en un uso más intensivo de las tecnologías. No es lo mismo, por supuesto, pero es un sucedáneo aceptable mientras no cambie la situación de riesgo sanitario.  

Para otros, sin embargo, la vida antes de la pandemia ya era una vida ‘bunkerizada’ por motivos muy diversos, por elección o vocación en el mejor de los casos, pero también, en cada vez más ocasiones, por abandono o exclusión. Para quienes han conocido esta variante ingrata de la vida, las paredes del búnker no les protegen de un enemigo invisible sino que son la manera aséptica de convertirlos a ellos mismos en invisibles para el resto del mundo, para sus amigos, sus vecinos o sus familias.

Buena parte de quienes sufren esta suerte de soledad impuesta eran ancianos y a ellos dediqué una reflexión en forma de monólogo interior de alguien que vive la aceptación de su situación con sabor a despedida. Os invito a leer este artículo, que lleva por título Desde la soledad, que escribí diecisiete años antes de que estallara esta pandemia por coronavirus, antes de que todos nos hayamos visto obligados a recluirnos en nuestros hogares por tiempo indefinido, antes de ser testigo horrorizado de la tragedia en forma de muerte que ha asolado principalmente al colectivo de nuestros mayores, tanto de aquellos a quienes el virus les encontró en casa como a los que estaban supuestamente cuidados y protegidos entre las paredes de residencias para la tercera edad, privadas o públicas. Algún día, pero debería ser más pronto que tarde, habrá que investigar qué falló para que las residencias se convirtieran en trampas mortales, qué recursos se esquilmaron antes y durante la crisis y bajo qué criterios y gestores se llevaron a cabo. Si no lo hacemos, si validamos el modelo y pasamos página, habremos fracasado como sociedad.  

Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (IX): VIRUS EN LAS CIUDADELAS 20 marzo, 2020

Posted by franciscolozano in Economía, Futuro, Sociedad.
add a comment

Hace una década, el pensador y prolífico ensayista Jeremy Rifkin señalaba que “hoy en día, los virus de la gripe se mueven por el planeta con facilidad. Un pequeño brote del virus de la gripe porcina en México en 2008 activó una alerta a nivel mundial y en unas semanas se convirtió en pandemia. Gracias al transporte aéreo, los virus disfrutan de la misma movilidad que los humanos” (La civilización empática, 2010). Rifkin introducía este apunte como ejemplo para ilustrarnos acerca del potente entramado de intercambios de todo tipo que en este último medio siglo han hecho de nuestro planeta un lugar en el que casi nada de lo que pasa nos es ajeno, ocurra donde ocurra. La inexorable propagación por el mundo del virus COVID-19, de la que estamos siendo testigos en tiempo real, minuto a minuto, es un ejemplo más de las vulnerabilidades de la globalización y uno de los contrapesos a sus evidentes beneficios. Lo queramos o no, luces y sombras son el atrezo inseparable de un modelo de crecimiento de largo recorrido que se debatirá cada vez más entre su insaciabilidad y su sostenibilidad.

No pretendo en absoluto banalizar sobre un asunto de salud pública que ha alcanzado en muy poco tiempo el nivel de pandemia y que, por lo que hasta ahora se evidencia, sí que supone un riesgo real para las personas de edad avanzada, en cuyo grupo se encuentran mis padres y quizá los padres de algunos de quienes ahora me estén leyendo. Sólo el tiempo y su balance de dolor, ahora incierto pero angustiante, nos revelará si las medidas de contención aplicadas contra este nuevo virus estaban bien calibradas y si el grado de alarma y de ansiedad social que se ha ido generalizando con el constante bombardeo de noticias de última hora y de su efecto multiplicador en las redes sociales estaba justificado. Mientras tanto, las directrices de los expertos y las decisiones de los gobernantes compiten en difícil equilibrio con el imperio de la opinión en esta época de lucha intensiva por ocupar el espacio de atención y colocar el mensaje, por recibir un bit de aprobación o gozar de un momentum de notoriedad. Desde que, acabando diciembre de 2019, emergió de su presunta zona cero en un mercado de animales en China, el nuevo coronavirus se ha adueñado casi por completo de ese espacio de atención mediática donde incluso lo más serio se comunica con la pulsión dramática y el crescendo emocional de los buenos espectáculos. Cuenta para ello con el halo de misterio atávico de los cisnes negros que irrumpen de tanto en tanto entre los pliegues de la historia para alterarla y con el potente atrezzo de espacios públicos desiertos, rostros enmascarados y profesionales enfundados en trajes de astronauta que forman parte de nuestro cinematográfico imaginario colectivo, un lugar común en donde las amenazas son siempre globales y en donde el enemigo es siempre invisible.

Apenas unas semanas atrás el enemigo era bien visible y se desplazaba a pie o en precarias embarcaciones para alcanzar el sueño imposible en el que europeos y norteamericanos duermen indolentes. Atraía cámaras y enardecía instintos xenófobos. Hoy sigue ahí, varado en tierra de nadie, sometido a las inclemencias del tiempo y del olvido, pero desplazado del foco mediático. Componían su ejército inacabables columnas de desheredados a los que no ha sido ninguna enfermedad sino la guerra, el hambre o la miseria, eternos subproductos de la geopolítica de salón, los apocalípticos jinetes que les han expulsado de sus hogares. Aunque la historia nos recuerda que no hay muros ni alambradas con que repeler eternamente la osadía de los desesperados, es con alambres y con bloques de hormigón como un número creciente de  ciudadanos del mundo desarrollado pretenden protegerse de la amenaza externa a sus empleos, a sus señas de identidad, en definitiva, a su modo de vida. Estos miedos, viejos pero realimentados por la penúltima gran crisis económica mundial, la de 2008, han transmutado sociedades antes inclusivas en sociedades ideológicamente ‘bunkerizadas’. Con sus votos han emergido líderes con el manual del más rancio populismo bajo el brazo, nostálgicos de un pasado siempre mejor y siempre usurpado que prometen recuperar para iniciar un nuevo ciclo de prosperidad económica para los suyos. Estos nuevos mesías y las urnas que los respaldan se están empleando a fondo para erigir marcos mentales con espesores tan gruesos como los de las antiguas ciudadelas que protegían al pueblo de los invasores. Son ciudadelas morales, económicas, culturales o identitarias, y el cemento que une sus ladrillos es una mezcla a partes iguales de ignorancia, recelo, indiferencia y egocentrismo.

En los discursos excluyentes de los nuevos liderazgos puedo ver reflejados a los guardianes de estas ciudadelas vigilando el horizonte, sus senderos de arena o de húmedo barro, sus ríos y sus costas, para neutralizar a esas huestes de desplazados y devolverlas al lugar del que nunca debieran haber salido (mientras no se les necesite). Pero el COVID-19 no se ha colado por las puertas traseras de la ciudadela, forradas de concertinas, sino por su entrada principal, por donde ocio y negocio, las dos columnas de la prosperidad del primer mundo, circulan sin cortapisas, navegando en ostentosos cruceros o sobrevolando el espacio aéreo de este mundo ya sin distancias.

Aparte de señalar la ironía de esta situación creo imprescindible pensar en la contundente lección de humildad que nos ofrece. Los virus, como la estupidez, no conocen fronteras. Los muros de las nuevas ciudadelas (acaso eran las viejas que ya creíamos derruidas) proporcionan una engañosa sensación de seguridad que nos hacen doblemente vulnerables: nos impiden ver más allá y enriquecer nuestra comprensión de un mundo extremadamente complejo y reducen la eficacia de nuestras acciones frente a retos globales. La pandemia climática ralentizada y la pandemia vírica acelerada son el más claro ejemplo. Frente a todos aquellos que aún creen y apuestan por seguir edificando ciudadelas, un ejercicio en el que el ser humano, rehén de sus instintos, lleva empeñado desde que salió de su cueva, reivindico una vez más el sueño de una aldea global, el valor de la unión y una defensa apasionada del bien común, el único que nos puede dar, todavía, una oportunidad como especie.

No soy tan ingenuo como para pensar que esta crisis sanitaria sin precedentes en la historia moderna vaya a abonar con esos valores a la geopolítica mundial, anclada en su lógica infernal del pasado siglo. Me conformaría con que fuera capaz de removernos por dentro como ciudadanos y por fuera como colectivo. ¿Podrá? El individuo, cada uno de nosotros por separado, es, hoy más que nunca, la última ciudadela. Nos describimos y nos presentamos por lo que decimos ser pero, no nos engañemos, somos lo que hacemos. Nuestras acciones y nuestras omisiones en la vida cotidiana nos definen. Sin duda, son muchas las circunstancias y los medios (o su carencia) que pueden haber condicionado la envoltura material de nuestra existencia e incluso el desarrollo de nuestras aptitudes, pero nosotros somos responsables de elegir qué introducimos dentro de nuestra ciudadela personal. Decía el filósofo José Ortega y Gasset (En tiempos de la sociedad de masas, 1930) que “el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.” Aplicado al ciudadano del siglo XXI, hiperconectado pero influenciable, la autoexigencia es la medida de nuestra madurez. Ser selecto en los tiempos que corren significa ser capaz de huir de los territorios comunes que buena parte de las redes sociales nos ponen en bandeja y buscar, por qué no, un espacio íntimo de reflexión en el que necesariamente estaremos solos ante nuestras dudas y nuestras contradicciones. Puede parecer aburrido pero pienso que es un ejercicio sanador. Significa también ser exquisito en las formas de debatir y respetuoso con las opiniones de los otros. Significa, en fin, adquirir consciencia de nuestra responsabilidad individual en la protección del bien común.

Cuando repaso la evolución de los acontecimientos en mi tierra en estas dos últimas semanas puedo dar testimonio del notable grado de inconsciencia que he observado en nuestro comportamiento diario, en el cual me incluyo. Europa es ya, según la OMS, el epicentro de la pandemia, pero los españoles contábamos con un par de semanas de ventaja (es decir, de visión retrospectiva) respecto a la castigada Italia, el primer campo de aterrizaje del COVID-19 en tierras europeas. En los cuatro días que han transcurrido desde que empecé a hilvanar estas reflexiones, he sido testigo de la desidia con que se han seguido en la calle las primeras consignas de prudencia y autocontención en nuestras interacciones sociales. No me estoy refiriendo a los cientos de memes, chistes y ocurrencias que fluyen torrencialmente por las redes sociales y que hasta podrían servir, de forma inconsciente, para exorcizar colectivamente parte de los miedos y de la ansiedad provocada por este momento casi irreal. Me refiero a comportamientos a todas luces irresponsables de personas que ninguneaban los riesgos potenciales de los que éramos periódicamente advertidos. La declaración este sábado 14 de marzo del estado de alarma en todo el país para, inicialmente, los próximos quince días, ha sido un salto cualitativo inevitable desde la recomendación a la coerción.

Sin embargo, en apenas un día todo ha cambiado. Con el peso del coronavirus tensionando las estadísticas y un sentimiento colectivo asumido de que lo peor está por llegar, las calles se han vaciado en un fin de semana extrañamente silencioso, preparatorio de una larga travesía por nuestras emociones durante la cual habrá tiempo, cómo no, para seguir socializando en la distancia, pero también para profundizar en las complicidades con los más próximos y, sobre todo, con uno mismo. Nuestros hogares, farmacias, hospitales y puntos de abastecimiento de bienes esenciales se han convertido en las únicas ciudadelas aceptables, desvirtuando el sentido de todas las demás. Es ahí, con el concurso de todos ellos, donde se libra el combate contra un enemigo que, en una sociedad tan envejecida como la mía, amenaza particularmente a nuestros mayores, el flanco más débil. Gestos espontáneos de empatía con todos los profesionales que luchan en primera línea de fuego se están reproduciendo al anochecer en miles de balcones y ventanas de nuestras ciudades, a los que nos asomamos para, por unos minutos, doblegar al silencio con nuestros aplausos. Aún tengo enrojecidas las palmas de mis manos cuando rubrico el final de estas reflexiones.

Francisco J. Lozano

** Publicado el 20 de marzo de 2020 en la edición digital de la revista chilena El Periodista.

Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (VIII): IMPACIENTES 22 enero, 2020

Posted by franciscolozano in Economía, Futuro, Sociedad.
add a comment

“La paciencia tiene más poder que la fuerza.”

                                                                                                                                                                                                                                                                Plutarco

En su ensayo La sociedad sitiada (2002) el sociólogo y pensador Zygmunt Bauman dedicaba un capítulo a reflexionar acerca del enorme impacto de la televisión en la vida humana. Huyendo del maniqueísmo fácil, el sabio Bauman evita asignar culpas al medio televisivo cuando juzga el cambio de comportamiento que ha operado en las modernas sociedades adictas a las pantallas (algo que yo haría ahora extensivo a cualquiera de las otras variopintas pantallas a las que dedicamos tantas horas de nuestra vida hiperconectada). ¿Son los medios los causantes de este mundo tan cambiante o son meras herramientas con la que se gestionan los cambios que el mundo experimenta, inevitablemente, con o sin ayuda de los medios? Como en mis anteriores esbozos para una rebelión de los ciudadanos, tiendo a pensar que tenemos, individual y colectivamente, una alta cuota de responsabilidad en los defectos y contradicciones que podemos encontrar en nuestras sociedades, en nuestros políticos y en nuestro modelo económico, tres destinos habituales de nuestras iras a los que solemos imputar gran parte de nuestros males.

Entre los defectos emergentes en la nueva era digital, destacaría el de la impaciencia. Tenemos prisa por alcanzar metas personales que antes requerían un tiempo de maduración, que ahora es percibido como un fracaso. Devoramos, episodio tras episodio, temporadas completas de series en apenas un fin de semana y no dudamos en abonarnos a la exclusividad ‘prime’ llenando nuestros cielos y carreteras de paquetes que nos serán entregados a la velocidad del rayo para satisfacer deseos mutados en necesidades. Pero las prisas impiden el disfrute sosegado de las cosas y aceleran su desgaste prematuro, algo, por lo demás, útil a los principales negocios globales, que compiten en el terreno de la inmediatez.

Y el mundo de los medios, de cómo nos informan, de cómo nos informamos y de cómo estos actúan sobre cada uno de nosotros, sobre nuestras ‘políticas de vida’ (en palabras de Bauman), no es una excepción. Hablar hoy de medios es hablar de redes sociales, unas colosales arterias rebosantes de bits de información, a través de las cuales pretendemos conocer el cómo, el por qué y el para qué de todo aquello que está pasando en tiempo real y gracias a las cuales nos sentimos parte de múltiples (cuantos más mejor) círculos de afinidades y complicidades electivas que nos hacen creer que somos reconocidos (‘me conecto, luego existo’) como un miembro vivo de la ciudadela, uno de los nuestros.

Los medios de hoy, digitales, instantáneos, poco o casi nada tienen que ver con los de hace medio siglo, analógicos, pausados. De nuevo, cabe la pregunta: ¿es el culto a la inmediatez en las sociedades desarrolladas el resultado de los continuos logros tecnológicos o, por el contrario, la innovación tecnológica solo pretende dar respuesta a nuestro insaciable apetito por el ‘aquí y ahora’, consustancial a los nuevos tiempos que nos ha tocado vivir, evitándonos las frustrantes esperas? En mi opinión, ambos impulsos se retroalimentan. Creo también que esta creciente adicción a lo inmediato prima lo superficial frente a lo profundo, empobrece tanto la reflexión como el discurso y, en consecuencia, tiene como principal damnificado al pensamiento crítico. Decía Bauman que “la nuestra es una época de comida rápida, pero también de pensadores rápidos y de oradores rápidos. Abraham Lincoln podía mantener hechizada a una audiencia a lo largo de las cuatro horas que duraban sus discursos de campaña. Sus sucesores no son capaces de sobrevivir a una campaña electoral si no dominan el arte de la frase efectista, y si no logran producir breves declaraciones ingeniosas que luego se traduzcan en breves y agudos titulares periodísticos”. Así, la superficialidad y el cinismo se han instalado cómodamente en nuestra vida pública. Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política y Social e investigador en la Universidad del País Vasco, nos advierte en una entrevista reciente (Los gobiernos desconfían de la gente, 18-01-2020, eldiario.es) que “los electores y los partidos nos hemos vuelto más impacientes. Además, los electores somos menos fieles y los líderes también son menos leales respecto a nosotros. En vez de programa, programa y programa, lo que tienen es un comportamiento más oportunista”. El cortoplacismo domina el paisaje/espectáculo en el que todos nos desenvolvemos, tan pleno de novedades que se renuevan en continuo, de mensajes efectistas y de fuegos artificiales que nos mantienen en vilo, que es muy difícil resistirnos a él, sustraernos a su poder de seducción, aunque por ello estemos pagando el precio de la desorientación.

Sometido, voluntaria o inconscientemente, a un constante bombardeo de estímulos ‘informativos’, el ciudadano moderno se adentra en el siglo XXI obeso de contenidos multimedia pero anémico de filtros para discriminarlos. Los medios de comunicación bastante hacen con intentar sobrevivir en esta selva de pseudo información gratuita a la que tan fácil e ingenuamente nos abonamos. ¿Podemos esperar de ellos rigor, argumentación, moderación o autocontrol, cuando carecemos de esas cualidades en nuestro rol como consumidores de contenidos? No es realista pensar que van a autoimponerse un rol que no les es exigido masivamente. El mercado no paga esto. Vivimos, en palabras del filósofo Josep Maria Esquirol (La resistencia íntima, 2015), bajo el imperio de la actualidad, que no debemos confundir con el presente sino “como la anticipación del futuro siempre inmediato”. Esquirol nos que señala que “la paciencia y la temporalidad propias de la maduración no se ajustan a la actualidad” y nos sitúa en “un mundo pantallizado, que no conoce ni día ni noche, sino constante flujo”. La actualidad, dice, está “llena de datos, de información; pero no información del mundo, sino del mundo hecho información”. En este sentido, Innerarity afirma que “todas las instituciones que establecían una mediación y filtraban los inputs, muy especialmente el periodismo, ahora no tienen la autoridad. El ciudadano, un poco cínico, desorientado y muy escéptico, cree que puede acceder a través de Google y las redes sociales directamente a la verdadera realidad, y no a esa realidad ‘sospechosa’ que hay detrás de un medio periodístico o institucionalizado”.

Vivimos enredados en una maraña de noticias instantáneas y de datos (de los cuales también formamos parte y somos mercancía porque así lo hemos aceptado con nuestros comportamientos). Si no queremos que nuestra percepción del mundo, el orden de nuestras prioridades y la intensidad de nuestros anhelos, sean determinados por relatos ajenos, convendría empezar por cerrar pantallas y abrir una ventana directa a nuestro interior, con la esperanza de volver a escuchar nuestra voz propia y, en lo posible, cultivarla. Pero, atención, deberemos armarnos de paciencia.

Francisco J. Lozano

Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (VII): TROCEANDO LA ALDEA GLOBAL 23 diciembre, 2019

Posted by franciscolozano in Economía, Futuro, Sociedad.
add a comment

“Populista es todo líder que culpa a un tercero de los males de su país o sociedad.”

                                                                                                                                                                                                                                                                      Jared Diamond

Nos acercamos ya al final de este convulso 2019 y lo haremos jugando a los dados con nuestro futuro con mayor insensatez que la que hemos demostrado tener en décadas anteriores. ¡Y eso es realmente difícil! El espejismo del fin de la historia que algunos creyeron ver con la caída del muro de Berlín se ha disipado a golpes de una nueva geopolítica que se desarrolla en las praderas de los intercambios comerciales y del dominio de la (des)información. La amenaza creciente del cambio climático es desoída por negacionistas e incluso por países antaño más comprometidos, conduciendo a compromisos descafeinados como los de la última COP25. Las desigualdades económicas se han hecho más grandes y visibles que nunca desde mediados del pasado siglo. El populismo está causando heridas profundas en la convivencia social en muchos pueblos de la vieja Europa y en buena parte de los menos viejos Estados Unidos de América. Los británicos se adentrarán pronto en su propio mar de contradicciones y dejarán atrás las costas de una Europa conjurada en salvar un proyecto de unión tan complejo como imprescindible.

Todo esto se está haciendo con el aval de las urnas, que sostienen y revalidan sin rechistar a los nuevos liderazgos surgidos de los rescoldos de la gran crisis financiera que se inició hace una década. La ciudadanía tiene vértigo ante la velocidad de unos cambios que percibe como una amenaza a su modelo de vida, que llegó a creer sólido. Poner rostro o etiqueta a esa amenaza es un recurso fácil para los escribanos de los nuevos relatos. Jared Diamond, geógrafo y prestigioso ensayista, afirmaba en una reciente entrevista que “si un líder le dice a su sociedad que el malvado está fuera, ¡se delata como incompetente y populista! Si le votas, eres cómplice del populismo”. Pocos reconocerán ser parte del problema pero no dudarán en señalar como populistas a quienes no piensan como ellos. Así, los muros que protegen las modernas ciudadelas no están hechos de piedra sino de dogmas mentales, mucho más difíciles de derribar, a los que se suscriben colectivos ciudadanos cada vez más refractarios a ideas ajenas.

Estos procesos de enquistamiento social ahondan en el fraccionamiento de la geografía política de nuestro planeta, insisten en una visión competitiva de las relaciones internacionales y nos alejan peligrosamente de alternativas basadas en la colaboración. Para colaborar debemos aceptar que formamos parte de un destino común y que este planeta es demasiado pequeño para no sentir como propio lo que ocurre en cualquiera de sus latitudes. Por ingenua que pueda parecer, esta forma de ver las cosas me ha acompañado desde que tengo uso de razón. Hace ahora veinte años escribí un artículo (La Aldea Humana, 2000) en el que reflexioné sobre las aristas de la convivencia entre pueblos a lo largo de la historia, sobre la influencia de la geografía en la historia y de la historia en la geografía y, finalmente, sobre la necesidad de superar nuestra visión ‘provinciana’ y reduccionista del mundo en los albores del cambio de siglo. Ahora, dos décadas después, el eco de algunas de aquellas palabras sigue pareciéndome familiar y por ello transcribo sus párrafos finales.

‘Creo en el legítimo derecho de cada uno de nosotros a sentir orgullo por sus señas de identidad, sin hacer de ello una filosofía de vida. El apego a todo aquello que nos es familiar y cercano es un hecho natural cargado de sentimientos sinceros. Apreciamos con lógica intensidad la tierra en la que hemos nacido y los lugares en los que hemos crecido, la familia y los amigos, nuestra lengua y nuestras tradiciones, en definitiva, nuestra forma de vida. Nada de esto es incompatible con el hecho de considerarnos miembros de una comunidad mucho más amplia. Nuestro modo de ver las cosas no es ni mejor ni peor, es tan sólo uno más entre otros muchos puntos de vista. Sin embargo, es lamentable la manipulación a la que estos sentimientos están sometidos. No en vano, son una eficaz herramienta de gestión política y económica que, usada con destreza, toca cuerdas que van directas al corazón’. 

‘Tradicionalmente hemos sublimado los hechos diferenciales frente a los puntos comunes. Sin menospreciar el valor intrínseco de las raíces culturales propias, considero un lujo renunciar al valor que otras formas de pensamiento me pueden añadir… y una solemne estupidez protegerme de ellas. Todos tenemos algo que enseñar y mucho que aprender. Los purismos, ya sean ideológicos, religiosos o étnicos, han sido históricamente nefastos y poco han ayudado al progreso de la Humanidad. Bien al contrario, actúan como un freno, limitando la amplitud de miras y la capacidad de diálogo y reforzando posiciones fundamentalistas y radicales. El viejo recurso a la exclusión por la ignorancia y por la violencia’.

‘Seguimos sin ver a nuestro planeta como una unidad porque nos cuesta tomar la suficiente perspectiva. Como se suele decir, los árboles no nos dejan ver el bosque. Y, sin embargo, ¿quién no ha experimentado alguna vez la excitante sensación de tomar altura a bordo de un avión?  Pegamos nuestra cara a la ventanilla para admirar el paisaje desde un nuevo punto de vista. Y, es curioso, en pocos minutos resulta difícil distinguir las líneas divisorias en las tierras que sobrevolamos, a lo sumo algunos ríos importantes, las grandes masas montañosas… y poca cosa más.  Inútil esforzarse. Las fronteras se diluyen desde la altura’.

‘Alguien dijo una vez que el espacio es nuestra última frontera. A mí me gustaría, si se me permite un arrebato de utopía, considerarla como nuestra única frontera. Desde allá afuera todo adquiere otra dimensión. La sola visión posible es la del planeta en su conjunto, una pequeña y solitaria bola de un tono azul pálido girando en el inmenso vacío. Intuyo que desde ese mirador privilegiado, al que sólo unos cuantos elegidos han podido tener acceso, las cosas se ven y se aprecian de manera distinta. No son pocos los que a su regreso dicen haber tomado conciencia de la imperiosa necesidad de superar nuestras diferencias y actuar como una unidad de representación frente a los desafíos que nos aguardan. Una extraña y brutal sensación de humildad. Abrigo la esperanza de que nuestros hijos, las futuras generaciones que heredarán tanto nuestras obras como sus consecuencias, participen también de ese sentimiento. Tal vez así puedan mejorarlas. No más países, no más fronteras. Un único hogar, compartido por todos, sin distinción de color, credo o ideología. Tan sólo la Aldea Global y, en el mejor sentido de la palabra, Humana’.

Francisco J. Lozano

** Publicado el 5 de febrero de 2020 en la edición digital de la revista chilena El Periodista.

Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (VI): HIJOS DE UN DIOS MENOR 21 noviembre, 2019

Posted by franciscolozano in Economía, Futuro, Sociedad.
add a comment

Los sedimentos que cubren todos los tiempos ya consumidos por la humanidad apenas alcanzan a tapar sus vergüenzas. Por de pronto, han sido muchos menos los períodos de paz que los de guerra los que jalonan nuestra evolución como especie y eso da buena medida de nuestra condición humana. Repasemos las páginas más ‘gloriosas’ de la historia de casi todos los pueblos y constataremos que suelen estar relacionadas con episodios de lucha y de conflictos armados. Muchos dirán que sólo a través de la fuerza se han corregido injusticias y conseguido mejoras colectivas. Pero es también por la fuerza como se han provocado graves injusticias y retrocesos en los derechos individuales y colectivos. El recurso a la fuerza para dirimir casi cualquier tipo de pleito es, de todos los comportamientos humanos, el que más nos recuerda nuestra animalidad primaria y la desenmascara. Territorialidad y dominio de los unos sobre los otros son acaso los dos pleitos más ancestrales que nos han enfrentado entre nosotros y persisten tozudamente. Mal que nos pese, el hombre ha sido, salvo excepciones, un lobo para el hombre, como avisaba Hobbes. Y, aún acotado, sigue siéndolo, tal vez de manera menos burda y empleando medios más ‘civilizados’ o sofisticados. Pero un lobo a la postre.

De todas las modalidades de esa violencia de la que aún hoy no hemos logrado sustraernos hay una que ubicaría en la base de la pirámide de todos los males: la que se ejerce a través de la desigualdad de oportunidades. Hablar de ello sin caer en la demagogia es ardua tarea. A menudo se confunde igualdad con uniformidad, error que podría conducir a ‘criminalizar’ las diferencias y desincentivar las motivaciones a la superación personal, por ejemplo. Es evidente que la propia naturaleza nos pone a cada uno en la línea de salida de nuestro ciclo vital con capacidades o habilidades físicas diferentes. Sin embargo, nuestro potencial está por descubrir y nuestras limitaciones por superar. El genio humano no tiene color ni estatura y, como demuestra la historia, puede llegar a fructificar en las condiciones más difíciles. Pero no debemos utilizar los regalos esporádicos de la genialidad individual como un analgésico que nos relaje frente al daño causado por las desigualdades colectivas, de cuya cronificación hay que exigir responsabilidades también colectivas.

Hoy por hoy, factores tan circunstanciales como la genética o la geografía, o como la herencia o la ubicación social de partida, siguen teniendo un peso determinante en las posibilidades de cada uno de nosotros para desarrollar una vida digna y para acceder a los beneficios indudables que el progreso humano ha ido acumulando a golpes de creatividad e innovación. La línea de salida es recta pero apenas transcurridos los primeros metros el alineamiento se rompe, las distancias se agrandan y en muchos casos se hacen insalvables y ello, a diferencia de una carrera real, no va a depender de las condiciones atléticas de cada corredor sino de las oportunidades que se le han dado para sacar provecho de sus aptitudes individuales (ahí es donde la educación desempeña un papel crucial) y, al mismo tiempo, de las garantías que la sociedad en la que vive le ofrece para disponer de unos mínimos vitales (vivienda, sanidad, retribución y pensión justas) que le son imprescindibles para, simplemente, ser capaz de desarrollarse como persona. De esto último apenas hay Estados que no lo reconozcan e incrusten solemnemente en sus cuerpos legislativos. El problema y la paradoja es que pocos son los Estados que hacen de ello un objetivo prioritario de sus políticas públicas.

‘Arriba y abajo’ es, en consecuencia, la perspectiva con la que siguen cruzando sus miradas generaciones y generaciones de seres humanos, sea entre áreas geográficas, entre naciones o entre colectivos dentro de las naciones. Algo se ha mejorado, no cabe duda. Entre arriba y abajo apenas había nada hasta no hace mucho y la transición entre ambos escalones era muy difícil cuando no imposible. Simplificando, han hecho falta unas cuantas revoluciones políticas, tecnológicas y sociales para que el término ‘clase media’ ocupe ese espacio intermedio. Cuanto mayor sea su tamaño, menor será la amplitud de las desigualdades en general y, en particular, de las que giran en torno al eje económico. Y es que en nuestras sociedades tan profundamente monetizadas, es decir, empeñadas en confundir valor y precio, las desigualdades de ingresos y de riqueza son vividas con mayor intensidad y se perciben como más hirientes. Esto es más comprensible cuando los ‘perdedores’ de esta inecuación (toda desigualdad es una inecuación) quedan por debajo de los mínimos de subsistencia o cuando las diferencias económicas respecto a los ‘ganadores’ se deban a motivos arbitrarios (inacción o corrupción de los legisladores que deberían velar por el interés general) o injustos (como lo sería la emisión de leyes claramente sesgadas hacia los de ‘arriba’). Fuera de estas situaciones, la desigualdad no puede ser demagógicamente etiquetada como negativa, por mucho que a priori lo parezca. Invito a leer el ensayo Desigualdad (2016), del economista James K. Galbraith, para comprender los muchos matices que hay en torno a un concepto tan usado como abusado.

Este convulso inicio de siglo XXI está acusando, en mi opinión, una superposición de desequilibrios económicos, medioambientales, migratorios y geopolíticos, como nunca antes en nuestra historia. Algunos muy actuales, otros potenciales. De ellos, el económico no es probablemente el más trascendental (porque nos visita cíclicamente) pero sí el que más reacciones sociales está activando a corto plazo, tanto o más fuertes si van acompañadas por el descrédito de las instituciones públicas y las evidencias de corrupción de la clase política. Los profesores Robinson y Acemoglu, en su ensayo Por qué fracasan los países (2012), ponen el acento en el papel que juega el marco institucional en la manera de gestionar los desequilibrios: “Las diferencias creadas por la deriva institucional llegan a ser especialmente importantes porque influyen en cómo reacciona la sociedad a los cambios de circunstancias económicas o políticas durante coyunturas críticas”. Pensemos en ello cuando revisemos los conflictos sociales abiertos en este momento. Pero haremos bien en asegurarnos de que la ira que se escapa entre las grietas del sistema no sirva para arrasar las instituciones sino para reformarlas. Mal que nos pese, las instituciones son la barrera que nos protege de nosotros mismos. Pensemos también en la manera en que se han repartido los costes de la crisis. Los colectivos que, en períodos de bonanza, no habían percibido como un agravio insufrible la desigualdad de oportunidades (discretamente agazapadas tras un espejismo de ascensor social aparentemente generoso), sí han reaccionado desde que la crisis financiera iniciada en 2008, de alcance casi global, está devolviendo a esa clase media al lugar del que creía haber escapado para siempre, un lugar de expectativas limitadas y de sueños modestos en donde lo deseable ya no coincide con lo posible.

Pero, tras haber señalado tantos culpables externos, sería higiénico que aplicáramos un poco de autocrítica sobre nuestro papel en tanto que ciudadanos. Reaccionamos con indignación frente a las desigualdades que sufrimos pero nos resultan indiferentes las ajenas. Protestamos por nuestras condiciones laborales pero compramos ropa confeccionada en países con retribuciones dudosamente justas. Si nuestra selección se clasifica seguiremos con pasión su avance por el próximo mundial de fútbol organizado en un país en donde algunas desigualdades lacerantes que no aceptaríamos para los nuestros siguen vigentes. El lobo egoísta que todos llevamos dentro no sólo puede ser despiadado sino que a menudo es inconsistente y olvidadizo. Preguntémonos qué parte de nosotros mismos no se refleja en el suelo pulido del despacho de nuestros dirigentes. Intuyo, en consecuencia, que no son los dioses, sino nuestras virtudes y nuestros defectos como especie, los que determinan nuestro camino en la evolución tanto a nivel individual como colectivo. Pero, si acaso los dioses tuvieran un papel en esta tragicomedia, sospecho que no han sido imparciales y que han asignado la suerte de los más desfavorecidos a uno de sus dioses menores.

Francisco J. Lozano

** Publicado en Diciembre de 2019 en el número 293 de la edición impresa de la revista chilena El Periodista, editada en Santiago de Chile

España(s) en su encrucijada (VI): LOS MARGENES DE LA ILUSIÓN 21 octubre, 2019

Posted by franciscolozano in Política, Sociedad.
add a comment

“No sempre es viu en claredats extremes.

Sovint, l’aiguabarreig dels afectes provoca

un fosc tumult, una peresa

que costa de combatre.

És bo aleshores reposar una estona

vora d’un llibre amic,

assaborint la pròpia solitud

i estimant-la si cal, mentre esperem

que el temps, prudent i astut, resolgui el plet

que ens té enfrontats amb nosaltres mateixos.”

“El plet”

Miquel Martí i Pol

Este lunes 14 de octubre (14-O) se ha conocido por fin la sentencia del Tribunal Supremo por el juicio a los doce líderes independentistas catalanes. Penas por sedición a nueve de los doce encausados, amén de condenas por desobediencia y por malversación de caudales públicos dirigidos a la organización del referéndum ilegal del 1-O de 2017. El alto tribunal no ha apreciado rebelión (delito que acarrea penas muy elevadas, de hasta 25 años) pero los entre 9 y 13 años de prisión que ha conllevado la sedición siguen siendo una pesada losa para esos políticos y sus familias. Penas insuficientes para la derecha más a la derecha del hemiciclo (Vox) e inadmisibles para los partidos y organizaciones independentistas, para quienes sólo la absolución era una opción. No ha sido así y tarde o temprano será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien acabe dictaminando sobre los más que probables recursos que se interpongan.

Creo, sin embargo, que no ha habido grandes sorpresas ni para unos ni para otros. Nadie, desde el lado humano, debería frivolizar sobre el efecto de uno, dos o tres años más o menos en los condenados ni en el resultado final del proceso. Lo relevante es que se trata de penas severas que, una vez la justicia ha hablado, deberán ser gestionadas por la política. Podría haber margen para graduar permisos penitenciarios que, de facto, suavizarían el cumplimiento de las penas. Y eso será política. Podría, aunque ahora es palabra tabú, explorarse un indulto. Y eso sería política. Pero la política no está ahora en un buen momento. Desde el eje catalán, no hay interlocución posible desde que su más alta representación institucional, la Presidencia de la Generalitat, ha conectado el modo activista y pone la celebración de un nuevo referéndum por la secesión como único punto de una agenda escrita con tinta unipersonal y unilateral. En cuanto al eje español, planean las elecciones generales del 10 de noviembre y cada palabra, cada opinión, sería munición para los rivales en una campaña acogida con hartazgo por la ciudadanía. Habrá que esperar.

Pero la digestión de esa espera no está clara desde que la política, en tiempos de la presidencia autonómica de Artur Mas, decidió dejar el control de los objetivos en manos del independentismo civil. Mas habló, allá por 2012, del mandato de la calle y, en un instante, con un sesgado toque de varita mágica, invisibilizó a más de la mitad del pueblo catalán, que también paseaba por la calle pero ajena a esos idearios. La democracia parlamentaria, debilitada como nunca, cesó de funciones a efectos prácticos y la democracia de las calles, las independentistas, tomó desde entonces el control de la agenda política. Un error, éste sí, para la historia.

Es crucial entender cómo se llegó ahí. Para ello propongo un viaje exprés a través de las Diadas celebradas en Catalunya en estos últimos y convulsos nueve años en los que, aprovechando los versos reflexivos (y por ello sabios) del poeta catalán Martí i Pol, la confluencia, la mezcla, diríase también el batiburrillo, de afectos y emociones, han provocado un ‘oscuro tumulto, una pereza que cuesta combatir’ y que dificultan una lectura del ‘momentum’ presente y bloquean nuestro futuro. La Diada se celebra cada 11 de septiembre. Es la fiesta nacional catalana, una jornada que durante el tiempo que recuerdo desde el fin de la dictadura franquista hasta 2010 fue vivida de manera mayoritariamente festiva por todos los catalanes y con un eje conductor institucional en una jornada ajena al independentismo, por entonces minoritario y que apenas participaba de los actos oficiales.

Las Diadas de 2010 y 2011 tienen como respectivos motores los recortes del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut de Autonomía de 2006, ya refrendado en Catalunya, y las amenazas desde los tribunales al modelo de inmersión lingüística en catalán, requiriendo a la Generalitat a añadir el castellano como lengua curricular. Las manifestaciones de ambas Diadas logran congregar a unas 10.000 personas. El contexto es de una crisis económica aguda e in crescendo. El entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, cabeza de la conservadora Convergència i Unió, y uno de los brazos ejecutores más disciplinados y convencidos de las políticas de austeridad, está inquieto por las reacciones de las calles, que se están generalizando a golpes de recortes en prestaciones sociales. Los cinturones asfixian y, cómo no, el enemigo está afuera (‘Espanya ens roba!’). Baile de balanzas fiscales Catalunya/España y saldos deficitarios de rebatida naturaleza técnica pero repetidas como un mantra en el imaginario independentista son el caldo de cultivo efectista y propiciatorio que nos lleva a un salto cuantitativo y cualitativo en la Diada de 2012, que reúne a 1.500.000 personas convocadas por una recién creada Asamblea Nacional Catalana (ANC), organización civil independentista. El lema es ‘Catalunya, nuevo Estado de Europa’. Artur Mas, consciente de que Europa no aceptará una secesión, intenta reconducir el proceso planteando no una revisión multilateral del sistema de financiación autonómica sino un pacto fiscal bilateral para Catalunya, inspirado en el modelo vasco, lo que es rechazado por el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy. No es tampoco el camino que pretende la ANC, en cuya hoja de ruta la secesión es la única opción aceptable. Un ingrediente fundamental, trascendental para todo el proceso posterior, sazona en abundancia esa hoja de ruta transmutada ya en relato: frente a la decadencia de un estado español corrupto, con una monarquía resucitada por el dictador, se sublima la ilusión por un nuevo estado catalán republicano que nacerá inmune a los pecados de aquél, autosuficiente y poderoso en el flanco económico, garante de un futuro mejor para sus hijos y sus jubilados. Ese enfoque ilusionante va a ser el combustible que alimentará la maquinaria de todas las sucesivas Diadas, ya inequívocamente independentistas, de enorme carga emotiva y poderosa coreografía simbológica, visual y gestual. La Diada de 2013 construye una cadena humana de 1.500.000 de personas a lo largo de 400 kilómetros. Carmen Forcadell, la presidenta de la ANC proclama que Catalunya sólo tiene la salida de un estado propio y exige una consulta popular sin más dilación. Otras 1.800.000 personas marchan por Barcelona durante la Diada de 2014 construyendo una V gigante, la V de ‘Victoria’ y de ‘Voto’, con la vista puesta en la consulta popular del 9-N que Mas finalmente convoca con la presión de ANC y Òmnium Cultural (la otra gran asociación civil independentista). En 2015, el lema “Via Lliure” marca una Diada de 1.400.000 personas. Ahí ya ha desaparecido la diferencia eufemística entre ‘derecho a decidir’ e ‘independencia’. Quim Torra, a la sazón presidente de Òmnium, afirma que “lo que es normal es tener un Estado propio y lo que es extraño es vivir en un Estado impropio”. Jordi Sánchez, presidente de la ANC señala que el nuevo país debe ser “libre de corruptos y corruptores”. Mas, bajo presión, acaba por ceder la presidencia de la Generalitat a Carles Puigdemont en enero de 2016, quien pone rumbo a Ítaca. La Diada se descentraliza en 2016 en las principales plazas catalanas (en Barcelona, 540.000 personas) con el lema “A Punt”, reclamando un referéndum pactado a la escocesa o unilateral sobre la independencia. La determinación y las prisas acaban dándose las manos en 2017, un año para la historia. Un millón de personas siguen con entusiasmo una Diada en la que, entre otros lemas, se grita “votaremos, quieran o no quieran”, en alusión al referéndum no pactado convocado para el inmediato 1º de octubre. Jordi Cuixart, de Òmnium, sentencia que “el pueblo catalán ya se ha autodeterminado” y, por ello, “no reconoce los tribunales españoles”. Por su parte, Jordi Sánchez, de la ANC, avisa de que los catalanes ya no aceptamos las resoluciones judiciales españolas. Apenas unos días antes, el 6 y 7 de septiembre, el Parlament de Catalunya, en sesiones de alto voltaje, ha aprobado, respectivamente, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad y Fundacional de la república catalana, ambas inconstitucionales en forma y fondo. Del impacto emocional del 1-0 para sus participantes en aquel acto de desobediencia y de la catastrófica gestión policial del gobierno Rajoy (la guinda del pastel de su incomprensible autismo político previo), sobrepasado y manifiestamente incompetente, se llegó a la declaración unilateral de independencia el 27 de octubre y el fin de los tiempos de la política, por torpe que ésta fuera. Lo judicial, con Puigdemont huido a Bélgica y los doce presos preventivos en espera de la sentencia que finalmente ha llegado este 14 de octubre de 2019, impregna y condiciona las Diadas de 2018 y 2019 (con afluencias de alrededor de medio millón de personas) y todo lo que ha ocurrido a partir de entonces.

En los márgenes de los caminos elegidos para este acelerado viaje de apenas diez años han quedado olvidadas las cuitas económicas y los escasos amagos argumentales que ya nadie cita, y también la catalanidad inclusiva a la que todos nos habíamos abonado sin distinción de ideas ni orígenes y la capacidad de hablar de todo en familia y con amigos, sin incomodidad ni recelos. Eso ya no es así. La ilusión que cebó el motor del ideario secesionista no es una energía eternamente sostenible y se ha ido erosionando con las promesas incumplibles y las astucias tácticas desplegadas por los estrategas de una hoja de ruta que pretendía apuntar hacia un nuevo Estado pero que, en su lugar, ha conducido a un intrincado laberinto de contradicciones y de desengaños. Los políticos no dudaron en escenificar una proclamación solemne que sólo ellos sabían que no era efectiva pero que convenció a un colectivo ilusionado y entregado a la causa. De la ilusión a la impaciencia y de la impaciencia a la frustración hay muy poco trecho. Para una parte importante del independentismo no hay ya margen de espera. Las actitudes pacíficas han sido sus señas de identidad. Pero la frustración acumulada genera inevitablemente, como en las reacciones químicas, radicales libres cuyas intenciones y capacidad de propagación son difíciles aún de valorar. Ángeles negros, hijos de la cólera y de la violencia gratuita, han emergido desde el día en que se conoció la sentencia y sobrevuelan Barcelona, la que una vez fuera ciudad de los prodigios.

Llegado es el ‘momentum’ largo tiempo anunciado por los brazos civiles del secesionismo aunque entre ellos no haya una lectura única de lo que esto significa. Hay quienes ya empiezan a pedir pragmatismo y paciencia, pero el activismo más hiperventilado no admite dilaciones. En una entrevista al Periódico de Catalunya este 9 de octubre, quien fuera en 2017 conseller autonómico de sanidad, Toni Comín (también en Bruselas, con Puigdemont) señala que el camino hacia la independencia pasa ahora por ahogar económicamente al Estado español parando la locomotora económica catalana: “ Si un millón de personas se levantan un día y no quieren ir a trabajar, el Estado no puede obligarlos”. A la pregunta del periodista sobre la posible pérdida del puesto de trabajo Comín contrapone que “la pregunta -injusta y desagradable, pero inevitable- es qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra libertad”. Basta meditar un poco sobre el fondo argumental de estas palabras y el estropicio dialéctico que las adorna para constatar la enorme complejidad que entrañará la restitución de una mínima base serena para la acción política. Las calles, divididas como nunca, no sirven a tal propósito.

Cuatro años, cuatro elecciones generales. Y Catalunya en el centro de todas ellas. Las España(s) llevan demasiado tiempo revolviéndose contra sí mismas. Dicen conocerse muy bien pero, desde mi punto de vista, demuestran una crónica ignorancia de la realidad del otro. Sus márgenes están devorando las calzadas por las que la energía para afrontar las viejas y las nuevas incertidumbres, y también las nuevas oportunidades, debe circular. No está siendo así. Decían los versos de Martí i Pol que cuando la disputa se enquista hay que ‘esperar que el tiempo, prudente y astuto, resuelva el pleito que nos tiene enfrentados con nosotros mismos’. Llegado es este tiempo, con una sensación de parálisis, de interinidad prorrogable hasta que emerjan o muten estilos de liderazgo que no sólo aporten proyectos realizables, y la ilusión y determinación para cumplirlos, sino, además y sobre todo, generosidad y empatía, dos materiales imprescindibles para empezar a reconstruir la confianza mutua e hilvanar futuras complicidades, dos aptitudes desaparecidas e infravaloradas en el imaginario de una sociedad sitiada por unos marcos mentales que han acabado creando sus propios enemigos invisibles.

Francisco J. Lozano

Catalunya en su depresión 17 octubre, 2019

Posted by franciscolozano in Política.
add a comment

Hoy, 17 de octubre, Barcelona se ha despertado entre perpleja y consternada. Como en otros puntos de la geografía catalana, un torrente de emociones difícilmente canalizable se ha desbordado en su cuarta jornada de protestas contra la sentencia, tan firme como severa, a nueve de sus doce políticos independentistas juzgados por los hechos del otoño de 2017, a saber, la celebración de un referéndum no pactado por la autodeterminación y la posterior declaración unilateral de independencia bajo la forma de una república. La Barcelona en donde se vivieron los momentos más impactantes de aquellos días ha amanecido con olor al humo de los más de cuatrocientos contenedores y algunos coches incendiados, y con un paisaje de barricadas esparcidas y mobiliario urbano destrozado por grupos radicalizados tras las movilizaciones convocadas mayormente por los llamados Comités para la Defensa de la República (CDR). Todo el mundo conoce episodios más graves de lucha callejera en otras ciudades del mundo pero para alguien que haya vivido o trabajado en la Barcelona de Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán o Pascual Maragall, las imágenes del fuego recortando el negro de la noche barcelonesa son chocantes hasta el extremo y desgarran en lo más íntimo.

Desde la comunicación de la sentencia los actos de protesta han ido ganando en intensidad y evidencian notable organización. Una infraestructura estratégica como el aeropuerto internacional del Prat fue casi colapsada el mismo lunes a la llamada del autodenominado Tsunami Democràtic, una organización sin rostro y con gran capacidad de convocatoria; la estación de Sants, nudo crítico de conexión por tren, está permanentemente en el punto de mira. Carreteras cortadas por el territorio, tensión en aumento. Mientras trozos de asfalto se derriten por el calor del fuego de los vándalos, columnas a pie nutridas del independentismo proveniente de varios puntos del territorio avanzan pacíficamente hacia Barcelona, en donde convergerán este viernes. El movimiento independentista, inequívocamente pacífico en su ADN primigenio, aún mayoritario, exterioriza inevitablemente los efectos del paso del tiempo en la destilación de las emociones que lo alimentan y de las altas expectativas simuladas en aquel convulso octubre de 2017. También revela las sensibles discrepancias y contradicciones entre sus líderes políticos. En tanto unos (Esquerra Republicana de Catalunya) consideran necesario ampliar la base social del independentismo tras asumir la evidencia de que no cuentan con una mayoría de la sociedad catalana, otros (la centroderecha de Junts per Catalunya, liderados desde Bruselas por el anterior presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, a cuyo dictado opera formalmente  el actual presidente, Quim Torra) apuestan por una estrategia de confrontación directa y de desgaste del Estado. Con un tono propio de la arenga activista, e indolente ante sus consecuencias, el presidente Torra no deja de animar a la protesta civil al grito de ‘¡apretad, apretad!’ mientras, simultáneamente, su conseller de interior coordina la policía autonómica que debe hacer frente a las algaradas que se produzcan. Una situación esquizofrénica pero entendible desde la lógica del ‘cuanto peor, mejor’.

La montaña rusa emocional en la que la sociedad catalana navega, entre la ilusión y la depresión, amenaza con agravar una fractura en la convivencia que cada vez es más real que virtual. Atención con los próximos pasos. El Estado español cuenta ahora con un gobierno socialista que intentará gestionar este pulso con unas maneras diferentes a las del anterior gobierno del PP. Pero los márgenes son estrechos y la sombra del combate por las elecciones generales del 10-N es alargada. Demasiados errores acumulados en ambos lados del conflicto, demasiada incomprensión mutua. Para coser tamaños descosidos hará falta mesura y paciencia y, sobre todo, hilos más sólidos que los que simplemente sirven para zurcir banderas. Mientras tanto, una nueva noche cae sobre la ciudad que otrora, en un verano del 92, encandiló al mundo con el pequeño fuego de una flecha cargada de concordia.

** Publicado el 17 de octubre de 2019 en la edición digital de la revista chilena El Periodista.

España(s) en su encrucijada (V): LOS MARGENES DE LA RAZÓN 20 septiembre, 2019

Posted by franciscolozano in Política, Sociedad.
add a comment

Decía el filósofo y matemático francés Pascal que el corazón tiene razones que la razón no entiende (“Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas”). Mientras escribo estas líneas, en mitad de un septiembre que ha sido torrencial en el sudeste de la península ibérica, no dejo de pensar en lo apropiado de este pensamiento para caracterizar, en el ámbito de lo político, a los nacionalismos de toda índole. Desde el corazón, es decir, desde lo emocional, se han elaborado los relatos que han alimentado tanto el divorcio británico de Europa como la pulsión de una parte de las sociedad catalana por separarse de España o, por reacción, la hiperventilación de un neo-nacionalismo español para someter sin contemplaciones al separatismo catalán. La razonabilidad de los argumentos importa más bien poco. Lo que cuenta es su efectividad para movilizar voluntades. He aquí uno de los más inquietantes subproductos de la nueva era de las redes sociales.

Así, con la sombra de un Brexit descarnado oscureciendo el Canal de la Mancha, con la amenaza fantasma de una ralentización económica de impacto incierto y con un posible recalentamiento del asfalto catalán (y más allá) según sea el alcance de la sentencia que el Tribunal Supremo español dicte a los enjuiciados del llamado ‘procès’ (proceso) para ‘la creación de un nuevo estado catalán en forma de república’, empezamos a atisbar un octubre cargado de las mismas viejas incertidumbres que nos acompañan desde hace ya varios años, a las que, para acabar de complicar las cosas, se le va a añadir una nueva: el probable fracaso del ciclo de negociaciones para investir a un nuevo presidente del Gobierno español tras los resultados de las elecciones generales del 28 de abril. Salvo sorpresa mayúscula antes de que expire el último minuto del lunes 23 de septiembre, las España(s) serán convocadas a repetir cita con las urnas el 10 de noviembre. Nuevas elecciones generales al Congreso y al Senado. Dos en el mismo año. Y van cuatro en casi cuatro años.

Cierto es que el paisaje que había dejado tras de sí aquel último super-domingo de abril no era del todo nítido. Por poco margen habían ganado las ‘izquierdas’, pero no tanto por convicción de su fuerza conjunta como por la simple y aritmética razón de que la suma de ‘todas las derechas’ no podía lograr una mayoría parlamentaria. La prueba manifiesta de esa raquítica convicción ha sido la incapacidad de PSOE y Unidas Podemos para llegar a un acuerdo que hubiera favorecido la investidura del actual presidente en funciones, el socialista Pedro Sánchez, líder del partido más votado. De las razones de este fiasco negociador de las izquierdas, o del porqué de la renuncia de Ciudadanos a su esperado rol de bisagra determinante, una vez constatada la muerte del bipartidismo, vamos a recibir en las próximas semanas un baño de relatos ya redactados en las sedes de cada partido, editados y empaquetados para su distribución entre una ciudadanía que empieza a estar hastiada de sus políticos. ‘Obras son amores y no buenas razones’, reza el refrán. Así, los politólogos alertan del riesgo a equivocarnos de nuevo en la evaluación de las consecuencias de este hastío. ¿Mayor abstención? ¿Menor movilización entre el electorado de izquierdas? ¿Premio a los dos buques insignia del bipartidismo clásico (PSOE y PP) y castigo a los dos partidos que lo pulverizaron (C’s y Unidas Podemos) por la esterilidad de sus votos para hacer gobernable al país? Todo puede ocurrir. Desde una reedición aproximada de los equilibrios actuales a una inversión de mayorías entre las izquierdas y las derechas. Pero, ¿importa acaso?

La razón me dice que esto debería importar porque en un modelo político parlamentarista la ausencia de mayorías claras (fruto inevitable del multipartidismo) hace imprescindible aprender a negociar alianzas solventes para gobernar. La razón (disfrazada de intuición) me dice también que el aprendizaje será rápido porque, hoy por hoy, no hay alternativa. Los egos subidos de nuestros líderes se suavizarán, sea por voluntad propia o por consejo ajeno. Pero mi corazón (tal vez cándido en exceso) me dice que este tipo de gobernabilidad va a ser más bien precaria y poco relevante para apuntalar nuestro futuro. Cuando repaso lo acontecido durante estos tediosos cinco meses de regateos, vetos y amagos de jugadores de póker, no dejo de sorprenderme por el abrumador peso que el tacticismo cortoplacista está teniendo en los vigentes liderazgos políticos, casi sin excepción, y tanto en el parlamento central como en los autonómicos. Apenas ha habido debate de ideas, de programas o de retos de futuro. Por el contrario, el presente y el pasado han monopolizado las discusiones.

Pero el cortoplacismo no nos sacará de una manera sostenible de la encrucijada de crispación y frentismo en que están varadas nuestras España(s). Todos, la sociedad y sus representantes electos, llevamos demasiado tiempo conduciendo voluntariamente con las luces cortas y somos copartícipes del empobrecimiento y banalización del debate público. Nos atrincheramos dentro de nuestras ciudadelas mentales dispuestos a vivir de y con nuestras propias razones, bajo el dictado de una rígida disciplina de partido, de grupo y de pensamiento. Sin embargo, más allá de los márgenes de nuestras razones hay extensos territorios de intereses, preocupaciones y retos comunes que deberían monopolizar las discusiones en el ágora en lugar de posponerlos, una y otra vez, para más adelante. Por supuesto, hablo de cosas obvias, hablo de salud, trabajo y educación, pilares todos ellos sobre los que se edifica nuestro preciado y a la vez frágil modelo de bienestar. ¿Cómo ofrecer una asistencia vital digna y al alcance de todos nuestros ancianos? ¿Cómo garantizar las prestaciones de nuestro sistema de pensiones con una sociedad cada vez más envejecida? ¿Cómo elevar el nivel medio educativo de nuestras próximas generaciones de ciudadanos adultos? ¿Cómo prepararnos para los nuevos trabajos que aún ni siquiera conocemos? ¿Cómo revertir el precariado salarial y reducir las brechas crecientes de desigualdad económica y de oportunidades? ¿Cómo prepararnos para los efectos inevitables del cambio climático? ¿Y cómo dotarnos de un modelo energético más eficiente y sostenible?

Ningún partido político, ningún colectivo, ninguna mente brillante, ni siquiera ningún Estado, tiene el patrimonio de la razón única y verdadera para la búsqueda de una respuesta a estos y muchos otros retos definitorios de lo que entendemos por calidad de vida. La política, en lugar de convertirse en el arte de conseguir el poder y conservarlo, debería ser un medio para debatir ordenadamente sobre todo ello, conciliando intereses y puntos de vista distintos pero sin dejar de enfocar nunca con las luces largas.

Francisco J. Lozano

** Publicado en Octubre de 2019 en el número 292 de la edición impresa de la revista chilena El Periodista, editada en Santiago de Chile

España(s) en su encrucijada (IV): LOS MARGENES DE LA MEMORIA 20 agosto, 2019

Posted by franciscolozano in Política, Sociedad.
add a comment

“Entre los uno y los otros- o mejor los hunos y los hotros-

están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo España.”

Miguel de Unamuno

Adentrarse en el territorio de nuestra memoria es un ejercicio en extremo complejo. Veamos. Recordar lo que hicimos ayer no debería ser un gran problema. Para rememorar lo que hicimos hace un mes, tres meses o un año ya tenemos que recurrir a la ayuda de soportes físicos (en el actual mundo digital es sin duda más sencillo) o de la personas con las que interactuamos en tal o cual situación. Pero recordar el pasado familiar, tan sólo una generación más atrás, ya es otra cosa. ¿Por qué vendieron aquello? ¿Cuál fue la chispa de la rencilla con esa rama de la familia o entre aquellos hermanos? Ahí necesitamos investigar, consultar fuentes de parientes todavía vivos, si los hay, o, lo más común, apoyarnos en la repetición del relato de los hechos que ha llegado a nosotros por pura repetición y en la que, como en el juego del teléfono, cada nueva evocación suele ir acompañada de una pizca de sutil creatividad, de cuya intencionalidad nada podemos saber a ciencia cierta. Siendo tan difícil un ejercicio retrospectivo sobre lo personal, hacerlo sobre lo colectivo se me antoja mucho más arriesgado.

“El recuerdo engaña porque la memoria es mucho más frágil e infiel de lo que parece y porque al proyectar hacia atrás lo que sabemos ahora nos convierte en adivinos del pasado”, nos dice el escritor Antonio Muñoz Molina en su espléndido ensayo ‘Todo lo que era sólido’ (2013), fruto de una reflexión caustica y con cierta voluntad catártica, acerca del tránsito de España, de las España(s), desde el sueño de realidad en el que habían vivido sus gentes durante los años de la gran fiesta a la ‘cruda’ realidad destapada tras la crisis financiera que estalló entre 2006 y 2008. A Muñoz Molina le llamaba la atención que en 2006 el debate público estuviera tan agriamente monopolizado por el pasado en lugar de estarlo por el incierto presente: “El presente era una niebla de palabras arcaicas, himnos viejos y banderas obsoletas, un guirigay de trifulcas políticas. No parecía que hubiera nada que valiera la pena conservar, y menos aún defender. La democracia era poco más que una concesión de los herederos del franquismo enquistados en ella. La Constitución se había redactado con el fin exclusivo de seguir sometiendo a las nacionalidades oprimidas”. Para estas modernas España(s) tan obsesivamente ideologizadas Muñoz Molina, pese a su prestigio, podría ser tachado de intelectual sospechoso (algunos quedan, afortunadamente), de esos que hurgan en los matices de lo que fuimos para cuestionar lo que, unos y otros, creímos ser.

Ahí, en lo que creímos ser, seguimos enrocados y, lo que es peor, haciendo política de ello. Por más que la historiografía sea cada vez más potente en técnicas y metodología, es imposible anular la componente humana, no ya en la reconstrucción de nuestro pasado sino en su interpretación. Acaso sea imposible sustraerse al filtro de los prejuicios y de los juicios de valor, tan variados como dispares. El reconocimiento de esta fragilidad debería hacernos más prudentes y, si dispusiéramos de la formación necesaria, más críticos. Pero no es así. Cuando pensé en abordar esta reflexión temí, y sigo temiendo, ser malinterpretado, sea porque no sepa explicarme, sea por parecer insensible. Pero me arriesgo a ello porque no renuncio a preguntarme el aporte al bien común del uso reiterativo de los conflictos del pasado para fundamentar los actos del presente y las propuestas para el futuro. En nuestras España(s) dos son los pasados en que agruparía (simplificando) las páginas más conflictivas de nuestra historia: un pasado arcaico, lejano, sin testigos; y un pasado cercano y, en consecuencia, más delicado e hiriente. En el primero todo está saturado de épica, de mitos e incluso de mística. Ahí caben indistintamente, y sin orden, las guerras carlistas, la de la Independencia, la Reconquista, la guerra de Sucesión hasta 1714, la resistencia numantina a los romanos, etc, etc. Sorprendería constatar cuántos de estos pasajes siguen vivísimos en el imaginario colectivo como símbolos de una reivindicación imperecedera. Sobre ellos, dependiendo del territorio por el que caminamos y de quién sea el caminante, se siguen blindando o atacando identidades, construyendo o destruyendo relatos amparándose en unas realidades de cuya naturaleza nunca podremos extrapolar nada con rigor porque fueron fruto de sus circunstancias, de sus marcos mentales y de las decisiones de sus gentes, no de nuestras gentes. En cuanto al pasado cercano, lo considero dominado por la Guerra Civil del 36 y la lacra de la banda terrorista ETA, que, tras más de ochocientos muertos en su conciencia, anunció su disolución completa en mayo de 2018 (apenas ayer). De ambos desastres hay testimonios vivos y, muchos de ellos, dolientes. Con tantas heridas abiertas se hace muy complicada la reflexión aséptica. A pocas páginas del final de la imprescindible novela Patria (2016), el mejor fresco escrito sobre la tragedia que supuso el terrorismo vasco para su propia sociedad, su autor, Fernando Aramburu, escenifica la lectura por la viuda de una víctima de ETA de una breve carta que le dirige desde prisión Joxe Mari, 43 años, asesino de su marido, hijo de su amiga de toda la vida, vecinos todos del mismo pueblo: “De acuerdo con el consejo de mi hermana, te escribo. Yo soy de pocas palabras, así que voy al grano. Os pido perdón a ti y a tus hijos. Lo siento mucho. Si podría dar marcha atrás al tiempo, lo haría. No puedo. Lo siento. Ojalá me perdones. Ya estoy cumpliendo mi castigo. Te deseo lo mejor”. Bittori, la viuda, le dice entonces a su marido, sentada en la losa de su tumba: “Bien, ¿no? Yo tenía mucha necesidad de esas palabras”. Presiento que el perdón no estaría entre los dones con los que he sido bendecido en caso de que algo horrible pasara a los míos. Pero condenar mi vida no debe servir para bloquear la mejora del resto. Mal que nos pese, no podemos reparar el pasado. Así, en cada uno de los pasados horribles que salpican a Europa no ha habido más ni mejor remedio que mirar hacia delante sin que ello impida a los estudiosos intentar aclarar qué es lo que pasó para así contribuir a evitar su repetición. En donde no se hace ni lo uno ni lo otro la sociedad corre el riesgo de quedar atrapada en una encrucijada de calles sin salida.

En los márgenes de las urnas conviven opciones políticas en exceso ancladas a su lectura del pasado como medio para robustecer su ideario. En los márgenes de los caminos hay todavía demasiados muertos enterrados, víctimas de actos horrendos cometidos en tiempos bárbaros en los que la razón desaparece por igual de todas las mentes, como en todo conflicto habido. En los márgenes de las aulas persisten sesgos (que no adoctrinamiento) a la hora de explicar nuestro pasado reciente, un pasado dirimido entre buenos y malos, cuando, a la postre, fue un pasado fracasado entre ‘los hunos’ y ‘los hotros’, como diría el gran Miguel de Unamuno, cuyo rigor intelectual le enfrentó a ambos bandos por igual. Cuando nuestra juventud aprenda a cuestionar antiguas respuestas con mejores preguntas habremos hecho el mejor ejercicio de justicia a las víctimas de tanta tragedia. De su dignidad ya nadie debe dudar.

Francisco J. Lozano

** Publicado en Septiembre de 2019 en el número 291 de la edición impresa de la revista chilena El Periodista, editada en Santiago de Chile